por Guzmán Marcos Albacete
En ocasiones, para la labor del crítico, acudir a un espacio expositivo de renombre institucional en el que se exponen piezas relevantes de un artista consagrado se presenta como una labor realmente sencilla. Hay mucho material que precede a las palabras que escribirá y tan solo la amenaza de lo manido, que tampoco es hoy pecado capital, perturbaría su prosa. A poco que se combinen ideas y se sazonen con pompa, puede lograrse la ilusión de un texto decente. Por su parte, cuando el campo está sin sembrar o se aborda lo nuevo, el riesgo de la desinformación y de la tentativa de vaticinio resulta harto más peligroso. En este vericueto nos encontramos hoy tratando Simbiosis, la exposición colectiva de cinco nuevos artistas, que, apoyados por la Universidad Nebrija, traen sus objetos al Espacio Cruce en forma de bautismo, para presentarse al mundo artístico como candidatos, parafraseando a Dickie y Danto.
Un conjunto heterogéneo que solo tiene en común la vecindad de un espacio y el parapeto universitario priva al que ahora les escribe de proponerles un paseo coherente (al menos razonable) que interrelacione las piezas. A la dificultad de valorar a artistas “neonatos” se le suma, pues, la falta de una solución de continuidad, que no deja más alternativa que abordar las obras como exabruptos aleatorios en una explanada. Ruego me disculpe el lector si esta aproximación le resulta insuficiente o cobarde, quizá esté en lo cierto.
Nos interpelan a la entrada las innombradas líneas de Joséphine Marie Cottrell. Se presentan como posible continuación a una tradición artística tan vetusta como inagotable: la del arte geométrico. Resuena Son Lewitt o Elena Asíns, aunque la descendencia les ha salido bastarda, pues aquí manda la mano alzada, cuya imprecisión nunca tuvo cabida en los templos geométricos ¿Qué es la geometría sino la renuncia a la defectuosa mano? La escuadra, la perspectiva, la cinta de Mondrian, el ordenador de Asíns… Veremos si son bien recibidas las manualidades en la rígida estirpe de los geómetras.
Para nuestra siguiente parada, nos decantamos por las flores de Eduardo de Elío. Un sembrado campo de coloridas pintura sobre la blanca pared conversa con los asistentes so pretexto de un diálogo moral pueril pero loable. Les expongo: la pieza Un jardín sin flores consiste en un entramado de numerosas acuarelas floridas en torno a un collage enmarcado. Tales pinturas se podían deshojar cual margarita por parte del público, previa donación mínima de diez euros, destinada a la Fundación Aladina para la lucha contra el cáncer infantil. Sin restar reconocimiento al buen gesto, hiede a moralina de boy-scout con poca o ninguna reflexión moral. Subrogar toda problemática social – sea esta la que fuere, más aún si es tan lacrimógena como el cáncer infantil – a la mera interacción monetaria desplaza la cuestión sin responderla. La forma de dejar intacto un entramado político-social que no responde a las necesidades es incorporar al producto (en este caso, artístico) una plusvalía de la culpa, que acalle conciencias y precisamente silencie todo razonamiento de índole moral. Oigan: nuestras políticas públicas están dejando desamparados a miles y miles de sufrientes, pero por diez euros puede usted liberarse de sus culpas y redimir sus pecados, además de llevarse una estampita florida; ya se encargarán otros de lo que le preocupa ¡Qué ofertón!
Las piezas de Alejandra Hepburn continúan nuestro arbitrario recorrido. Tratan un tema repetido hasta la saciedad, el cuestionamiento del canon de belleza del cuerpo femenino, aunque lo resuelve con tino. Una serie de trazos nerviosos y erráticos, costuras inesperadas, combinados con rasgaduras del papel, terminan por reunirse componiendo la pieza final. Expresa acertadamente la serie de dudas, inseguridades, forzamientos y recomposiciones propias de la carne cuando es obligada a comportarse de cierta manera para ganarse el derecho a existir. Atisbos de desnudos a medias, sombras, elipsis de rostros… nada parece quedar fijado o completo y, no obstante, todos estos anónimos cuerpos reclaman su sitio. Cabe mencionar un cierto espíritu a Lucian Freud. Falta recorrido todavía, y sobre todo un cambio de enfoque: reclamar la existencia del cuerpo pasa por la cruda y total aceptación de la carne (como hacía Freud), no por lloriquearle al canon que cambie, pues siempre quedará alguna víscera fuera de tan estrecho círculo.
Cerrando la planta baja, accionamos un interruptor dispuesto en el centro de un marco sin que se active circuito alguno. Miramos de cerca y vemos dos posiciones que son una y la misma: “ON-ON”. Marco e interruptor, ambos procedentes de vulgares mercados de pulgas, ahora se las ven con la opulencia del circuito galerístico. Casi como la propia artista, que pasa de la suciedad del taller y la frustración del aprendizaje a que se proyecten expectativas de incorporación a los caminos institucionales del arte sobre ella. África Blanco con este Objet trouvé expresa esa Imposibilidad de desactivación de la carrera artística: aula, taller, lectura, prácticas, precariedad, galería y vuelta a empezar. Quizá es excesiva la restricción del marco tan sólo al ámbito artístico. Uno de los grandes problemas del arte –así como de la academia– se encuentra en sus dinámicas endogámicas (sus vinos inaugurales en los que todo el mundo está encantado de conocerse, sus discursos meta-artísticos, el exceso de saliva en genitales y posaderas…), que impiden al arte jugar un papel relevante en la vida. La ansiedad social y la vida sin frenos permea todas las mecánicas cotidianas, no se limita al marco de la galería. Reducir este discurso a la actividad artística o al sentimiento del autor es hacer patrimonio exclusivamente propio de algo común. Hay una innegable potencia discursiva latente (aunque aún miope) en la obra de África Blanco, que comparte preocupaciones con Byung Chul Han sobre el cansancio, o, más recientemente, con Laurent de Sutter en Narcocapitalismo, acerca de los mecanismos artificiales de reposo y activación. Falta huir de los tentáculos del ensimismamiento. Esta pieza, que es una suerte de anexo a una exposición anterior de la artista en La Punctual, Barcelona, continúa con la máxima de “se puede tocar”, un recurso para reducir la distancia de público a obra. Ahora queda minimizar la distancia inversa para que finalmente se toquen en plenitud. Ocurrirá cuando la obra se dirija al público y diga: “estoy hablando contigo”.
Para finalizar nuestra visita, habremos de subir una pequeña escalera que nos llevará a un espacio cerrado donde encontraremos a nuestra última artista, Ángela Mengíbar. Para cualquier otra pieza, este minúsculo habitáculo habría resultado hostil; para Mengíbar juega a favor al sumir al público en un lugar íntimo y acogedor. Sus obras, una mezcla entre tejido vegetal (hojas, papel, madera, etc.) y costura, son el destilado de los hogareños recuerdos de la artista: reuniones entre mujeres cercanas en torno a la mesa camilla, cosiendo y rodeadas por el verde campo. Formas de socialización hoy sepultadas en polvo son rescatadas y reivindicadas en un trabajo que exudan ternura. El empleo de la técnica de la costura –tan poco habitual en estos círculos– materializa el cuidado del médico sobre la herida o el de quien remienda el pantalón del infante y que Mengíbar dedica a la hoja que presenta agujeros y que inevitablemente se degradará, pero precisa de tal reparación. Se perciben destellos ecologistas en una llamada al cuidado de lo verde que reclama técnicas más propias de nuestros abuelos que de sofisticados delirios tecnófilos a lo Elon Musk. Gracias a la memoria que nos presta Mengíbar aprendemos dos lecciones: 1) estamos obligados a mirar a la tradición más allá del rechazo para rescatar aquello que merece la pena de ser vivido –y revivido– y 2) nuestra relación con la biosfera conlleva un cuidado (ecológico) mutuo: “tú, hoja, que me regalas cada respiración, serás cuidada y protegida”.
Difícil empezar, también difícil concluir este camino escrito que ojalá haya sido de su agrado. El paseo, a pesar de lo corto, resulta pedregoso por lo anteriormente planteado, aunque refresca el vérselas con nombres propios desconocidos y, a partir de ellos, perseguir pistas hacia lo familiar. La invitación a cualquier exposición de nuevos artistas queda sobre el papel. La sorpresa no está garantizada, ni la decepción descartada, pero hay un desafío que es merecedor de ser aceptado para el público habituado a la galería y que no se aleja en demasía al del artista en su presentación como candidato.
África Blanco, Joséphine Marie Cottrell, Eduardo de Elío, Alejandra Hepburn y Ángela Mengíbar
Simbiosis
Espacio Cruce
Doctor Fourquet, 5
Madrid, del 17 al 24 de julio de 2021