Paco Yáñez
Hay artistas tras cuya muerte su obra va, progresivamente, desapareciendo de las salas de exposiciones, una vez que sus creadores ya no están para sostener el empeño (humano, demasiado humano) de hacerla visible y ganarle un puesto de relevancia en el mapa de nuestras hogueras de las vanidades. Otros, por el contrario, mantienen su presencia en museos, centros de arte y galerías de forma continuada: fruto de una obra que interpela a sucesivas generaciones y es capaz ya no sólo de desvelarse a sí misma, sino de hacernos descubrir quiénes somos, aunque su autor ya no esté físicamente entre nosotros.
Leopoldo Nóvoa (Salcedo, 1919 – Nogent-sur-Marne, 2012), uno de los artistas gallegos más importantes de los siglos XX y XXI, pertenece, sin lugar a dudas, a esta segunda categoría, por lo que, transcurridos ya doce años desde su fallecimiento, la presencia de sus cuadros y esculturas sigue viva en nuestras salas de exposiciones; de forma muy especial, por la incansable labor de las comisarias Rosario Sarmiento y Mercedes Rozas, así como por la imprescindible colaboración de la viuda de Leopoldo Nóvoa, Susana Carlson, que acaba de regalar a la ciudadanía gallega una gran parte del legado pictórico del artista que aún conservaba su familia y que, esperamos, habrá de encontrar un lugar propio en una de las salas del museo al que esta donación ha sido realizada: el Museo de Pontevedra.
Precisamente, en el Museo de Pontevedra habíamos podido disfrutar, en 2020, de la última gran retrospectiva dedicada a Leopoldo Nóvoa, con motivo del primer centenario de su nacimiento: Leopoldo Nóvoa 1919-2019, una muestra que se sumaba a las que desde el 2012 han abierto nuevos enfoques sobre el artista pontevedrés, destacando entre ellas Alén do tempo (2012-13, Novacaixagalicia, Santiago de Compostela y A Coruña), Leopoldo Nóvoa. Papeis e cartóns (2015, Auditorio de Galicia, Santiago de Compostela), Atelier Armenteira (2017, Centro Cultural Marcos Valcárcel, Ourense) y O mural da canteira (2017, Pazo de María Pita, A Coruña). A estas muestras en instituciones públicas se le han sumado un buen número de exposiciones en galerías privadas, como las vistas en Lorrez-le-Bocage (2012), Champlan (2012, 2015, 2019-20), Nogent-sur-Marne (2013), París (2013, 2014), Lugo (2014), Vigo (2016) o, más recientemente, en la galería José Lorenzo de A Coruña (2022).
Una de las grandes virtudes de este importante número de exposiciones que ha mantenido nuestro interés, así como la vigencia de la obra de Leopoldo Nóvoa tras su fallecimiento, es la de que cada una de ellas se ha centrado en aspectos no sólo diversos, sino complementarios, que nos descubren matices y lecturas en un catálogo artístico repleto de posibles; en buena medida, porque el propio Nóvoa no fue hombre de explicar pormenorizadamente su creación pictórica, sabedor, como lo era, de que la palabra y la pintura tienen muy distintas lógicas que pueden hacer que nuestra visión de un cuadro quede sesgada por un análisis verbal que deje tantas latencias en suspenso, cuando la mirada —como reza un proverbio árabe— ha de comprender en apenas un pestañeo lo que de una pintura difícilmente se contará en una larga disertación.
Y no es, precisamente, que en la longeva y fructífera vida de Leopoldo Nóvoa faltasen entre sus amigos los artistas del lenguaje, para dialogar con ellos en persona o a través de sus respectivas creaciones: escritores como Julio Cortázar, Juan Carlos Onetti, Xosé Luís Méndez Ferrín o José Ángel Valente, poeta, este último, sobre cuyos versos Nóvoa creó uno de sus más bellos libros de autor. La referencia a Valente no es aquí baladí, pues estamos ante uno de los escritores que, en las últimas décadas del siglo XX, más y mejor profundizó en la relación de la palabra con el silencio; un silencio que se convierte en el centro de la exposición sobre la que hoy escribimos: la que hasta el próximo 4 de febrero podemos disfrutar en el Museo Provincial de Lugo, nuevamente comisariada por una Rosario Sarmiento que se sigue mostrando como una de las mejores conocedoras de la obra de Leopoldo Nóvoa.
En su selección para el Museo Provincial de Lugo ha primado Sarmiento el ofrecer a los visitantes una combinación de lienzos, papeles, obra gráfica y libros de autor en la que abundan piezas que han estado poco presentes a lo largo de los últimos años en los espacios expositivos; algunas de ellas, como el soberbio Espacio blanco a dos relieves oblicuos (1976), recientemente restauradas para volver a mostrar su albar y palpitante densidad. Es ésta una de las características por antonomasia del Nóvoa de madurez, el de la poética de los materiales y la capacidad de hacer que las superficies (como el azul de Yves Klein o las tierras de Tàpies) nos absorban y hagan habitar un espacio de silencio en el que cuadro y espectador se interpelan y construyen mutuamente, ya sea en los lienzos de voluntad más manifiestamente política: los de las series de los años noventa Next time the fire y Verboten (con las guerras yugoslavas como telón de fondo), ya en aquéllos que trascienden las referencias más concretas para conducirnos a un espacio poético que, en su progresivo despojamiento, nos acerca a la mística de lo esencial: prácticamente asible en cuadros como Gran relieve con forma cruzada (1991) y La casa olvidada (1997). Lo mismo sucede en muchos pochoirs y piezas en técnica mixta que en el catálogo de Nóvoa dieron entrada a un siglo, el XXI, en el que el artista gallego fue encontrando unas formas más depuradas que, no por ello, se desligan de una simbología y de un lenguaje ya completamente personal en el que reaparecen, sublimadas y ascéticas, algunas de las figuras que conformaban el vocabulario pictórico de Leopoldo Nóvoa en los años setenta.
En éste abundaron, desde sus comienzos, los símbolos, tan pródigos en cuadros presentes en Lugo como las cuatro obras de 1993 (annus mirabilis en el catálogo de Nóvoa) Relief croise avec boise brûle, Samos, Tiempo inmóvil y «Next time the fire» con gran cuadrángulo oscuro. Símbolo, materia y silencio, unidos en una exposición que, como cualquiera de las anteriores de Nóvoa, viaja entre los extremos del blanco y del negro: de los níveos paisajes de Triangle herissé à trois reliefs (1979), epítome del Nóvoa de los años setenta y de su voluntad de trascender lo bidimensional, a un Gran relieve con forma cruzada que, desde su abrumadora contundencia, es capaz de crear masas y espacios en los que el color deviene sustancia y topología: el lugar donde el arte vive y nos hace vivir, ser y reflexionar, abismados a un silencio elocuente que (nos) escucha.
Ese silencio sobre y alrededor del lienzo no suponía el que Nóvoa fuese una persona callada con quienes tantas tardes fuimos a compartir con él y Susana Carlson horas de tertulia en su casa-estudio de Armenteira. Leopoldo era amigo de contar el proceso técnico de su pintura, tan personal y elaborado, ya fuese en la estructura de sus bastidores, ya en el pálpito ceniciento de sus superficies, pero a lo que no acostumbraba era a realizar exégesis que agotaran sus propios significados: ésos que quería que cada uno de nosotros encontrase, dejándonos encontrar. Sí era, y de esto no cabe duda, un hombre de una enorme generosidad, pues a muchos nos facilitó una convivencia diaria con su creación que, de no mediar tal altruismo, compleja hubiese sido. Es algo que comparte quien fue su compañera durante tantos años, una Susana Carlson que, como en esta misma reseña hemos anticipado, acaba de donar al Museo de Pontevedra un total de 68 obras, incluyendo algunos de los cuadros más representativos y de mayor formato del artista. Como reclamó el pasado mes de diciembre en el Diario de Pontevedra el crítico de arte Ramón Rozas, la obra de Leopoldo Nóvoa ha de encontrar un espacio expositivo propio y permanente en el Museo de Pontevedra, para así propiciar un diálogo continuado con quienes hasta allí se acerquen para disfrutar de la que es una de las cimas pictóricas del arte gallego, sin tener que depender de las exposiciones temporales que la vayan revelando, algo que, en todo caso, seguirá siendo necesario si, como hasta ahora, estas exposiciones comparten las novedades y el criterio de lo mostrado en los silencios que en la pintura de Nóvoa se escuchan en el Museo Provincial de Lugo.
El 29 de agosto de 1952 David Tudor estrenaba en Woodstock 4’33´´, una de las obras que de forma más radical y decidida explora la imposibilidad de un silencio que, tras las experiencias que su creador, John Cage, había vivido un año antes en la cámara anecoica de la Universidad de Harvard, se demostraba físicamente imposible para el ser humano, pues su propia fisiología produce dos sonoridades que lo acompañan de por vida, por silente que sea el lugar donde se encuentre: el sonido grave de los latidos de su corazón y el agudo de su sistema nervioso.
Entre las influencias reconocidas por Cage para la concepción de 4’33´´ se encuentran, asimismo, las White Paintings de Robert Rauschenberg, serie que en 1951 el compositor californiano había visto en el Black Mountain College de Carolina del Norte. Nunca me ha sido posible desligar la visión de los cuadros albares de Leopoldo Nóvoa de esas Pinturas blancas de Robert Rauschenberg, como de nuevo me ha vuelto a suceder en el Museo Provincial de Lugo, al situarme frente a obras como Espacio blanco a dos relieves oblicuos o Triangle herissé à trois reliefs. No quiere ello decir que en los cuadros grises, rojos o negros no palpite, igualmente, ese silencio abismal y trascendente, pero es en los lienzos blancos donde esa imposibilidad física del silencio en la pintura se hace, paradójicamente, más patente, como lo hacía en los blancos sobre blanco de Robert Rauschenberg, por el trabajo tan refinado con el volumen del no-color que es todos los colores para crear, con la forma, el relieve y la sombra, distintas calidades en esa supuesta ausencia de cromatismos (como John Cage nos había desvelado la enorme elocuencia que se encierra en lo que, hasta entonces, se había dado en llamar silencio).
Los silencios en la pintura de Leopoldo Nóvoa, como los de Robert Rauschenberg y John Cage, son poéticos y elocuentes: un abismo de posibles. Belleza trascendente, incluso cuando ésta reflexiona sobre nuestras mayores obscuridades, como Nóvoa lo hizo en Next time the fire. En el Museo Provincial de Lugo hemos podido volver a comprobarlo.
Leopoldo Nóvoa, o silencio da pintura | Museo Provincial de Lugo
23 noviembre 2023 – 4 febrero 2024
Comisariada por Rosario Sarmiento