Por Guzmán Marcos
Francis Bacon y Lucian Freud pueden ser considerados los dos grandes pintores de la tradición británica del siglo XX. Ambos reivindicaron con su obra la pertinencia de la figuración, ciertamente reaccionaria frente a las tendencias de la abstracción neoyorquina, promocionadas por el MoMA y la figura de Alfred Barr. En ningún caso retrógrada, no obstante, sino dispuesta con la plena consciencia del papel del ser humano –y de la figura del hombre en particular– que el tiempo en el que les tocó vivir demandaba. Así, sus figuras abordan las problemáticas que trae consigo la cuestión de la imagen y del cuerpo.
En esta exposición es precisamente esta la pretensión, a saber: escenificar la condición humana. Una condición humana que, para ambos, fue relevante e incluso, podríamos decir, obsesiva. Una condición que pasa por la identificación del propio rostro, ese que Bacon sólo reconoció en el retrato que le realizó Freud, y que desapareció. Que pasa también por el subconsciente del taller caótico de Bacon y de la plancha de grabado de Freud, por la carne del propio cuerpo, esa que tanto les obsesionó.
Más de una veintena de piezas de Bacon y otras seis de Freud se reparten por la galería Marlborough, separadas, pero no mezcladas, cada una en su espacio. Y es quizá esta noción, la de “distancia”, la que aparta a ambos artistas en relación con su modelo, la que muestra sus particulares formas de realismo. Freud pretendía hacer al retrato persona, y que la realidad de esta se impusiera o al menos sustituyera a aquella. Por su parte, Bacon no concebía un realismo que no fuera subjetivo, que no pasara por la sensación causada en sí de la imagen que se le presentaba, sensación que pretendía trasmitir con total convicción al espectador. Bacon estaba obsesionado con la condición cárnica de la persona, con el “olor a sangre” de la imagen, las reses despedazadas, la visceralidad del propio cuerpo como distancia última, en la que ya no se ve a la persona y que, sin embargo, es el sustrato último de su corporalidad y de su ser. Por ello, la relación con el modelo pasaba en muchos casos por la mediación de la fotografía, como una forma de despersonalización sin desencarnar la imagen. Esa fotografía, que es, como exponía Barthes, una muerte viva, un deíctico de lo que “ha sido” o, en otros términos, de lo que “una vez sido, ya no es”. Con la fotografía, todo cuerpo se puede hacer carne y sólo carne. Por su parte, Freud concebía la carne como lo propio de la persona, como un todo ya completo, cuya cercanía era la expresión misma de la realidad en la imagen, sin mayor mediación con el rostro que quedaría plasmado.
En la serie de litografías, grabados y aguatintas que Marlborough muestra es quizá la distancia lo que menos puede llamar la atención, dada la visceralidad y el impacto que genera sobre el ojo del visitante. Sin embargo, hay elementos de distanciamiento: los elementos geométricos en las imágenes de Bacon, que proponen capas de representación superpuesta, como marcos de realidad pictórica; o los rostros grabados de Freud, hechos a buril sobre la plancha y no así sobre la lámina, marcando una distancia entre el rostro representado (como polo positivo de la imagen), el modo en el que es representado (como polo negativo), el representante (Freud) y el rostro en sí. La “distancia” opera, pues, como un aspecto central en el trabajo de ambos y, por qué no, también es sus personalidades y su relación, que una vez fue próxima, pese a la diferencia de edad, y que acabó por romperse sin saberse el porqué con exactitud.
Bien es cierto que el espectador poca distancia puede adoptar frente a la crudeza desnuda y a la vez hipnótica de la que las imágenes de Bacon y Freud siempre hicieron gala. Y es que el “trauma” que parió el abuelo de Lucian como una realidad, parece ser constitutivo de sus trayectorias personales y profesionales. El trauma de Bacon con su propio rostro, que desprecia y con el que sólo llega a reconciliarse a través del retrato de Freud (hoy desaparecido), con quien rompe amistad. Cómo obviar el suceso, también traumático, del encuentro con el cadáver de George Dyer, en aquella aciaga habitación del Grand Palais en la que se suicidó. Esa recurrencia en el trauma que Bacon trae consigo, cual lastre, es llevada a la propia galería Marlborough en Madrid, abriendo sus puertas en 1992 con una exposición al propio Bacon, que moriría aquel mismo año. Freud, genealógicamente relacionado con el trauma, también fue constituido por él en una niñez marcada por la guerra, recuerdo que le acompañó desde entonces. Así pues, la exposición de Marlborough parece tomar partido acerca de la condición humana, que no sería otra que el trauma en sus distintas formas –o al menos así se presentaría en Bacon y Freud. Este trauma pulula por las salas y brota ante la mirada del público en su encuentro con imágenes horribles, como diría Margaret Thatcher, de la obra de Bacon y ante los crudos rostros cárnicos de Freud.
Bacon & Freud
La condición humana
Galería Marlborough
Orfila 5
Madrid, 14 de enero – 27 de febrero de 2021