Hay tres motivos por los que Antonin Artaud decidió utilizar este cuadro de Lucas van Leyden, titulado Las hijas de Lot, como modelo de lo que debería ser el “teatro de la crueldad”. El primero es por su profunda sexualidad, el segundo por la impresión tan completa de desastre que escenifica, y el tercero, y más sorprendente, por la impotencia de la palabra —dice Artaud—, al tratar de decir el caos, la maravilla o el equilibrio que esta tabla expresa.
El cuadro se encuentra actualmente en el Museo del Louvre, donde lo vio Artaud, hacia 1932, aunque ahora se considera como “atribuido a” Lucas de Leyden e incluso como “anónimo”. La escena que representa es la de la destrucción de Sodoma y el sórdido episodio de las hijas de Lot seduciendo a su padre, tal y como se relata en el libro del Génesis.
Artaud considera que el pintor desarrolla aquí, en imágenes apasionadas, el carácter profundamente incestuoso del antiguo tema. Y es cierto. Sin embargo, parece confundir por completo la situación. No sólo afirma de Lot que aparece vestido con armadura, sino que dice de sus hijas que se pavonean delante de su padre, “unas como madres de familia, otras como amazonas se peinan y practican armas, como si nunca hubieran tenido otra ocupación que la de servir y encantar a su padre” (Artaud, El teatro y su doble, p. 38). Y en tercer lugar afirma que Lot parece estar allí “para aprovecharse abusivamente de sus hijas, como un zángano”. Todo ello suena extraño y hasta contradictorio no solo con el relato bíblico, sino incluso con el propio cuadro. Porque es cierto que, en este cuadro, es Lot el que parece aprovecharse y hasta dar de beber y emborrachar a sus propias hijas, cosa que contradice el relato del Génesis. Pues allí son las hijas las que deciden emborrachar y acostarse con su padre, para concebir hijos con él. Pero desde luego no se entiende lo de la armadura de Lot ni tampoco lo de los supuestos juegos de armas de sus hijas, quienes aparecen claramente dándole de beber.
Tampoco Artaud parece entender quiénes son esos personajes de los que dice que, como las ideas de la caverna de Platón, se pasean por un alto puente. Se trata, sin duda, del propio Lot y de sus hijas, huyendo de la destrucción de Sodoma, mientras que su mujer se queda rezagada, contemplando el espectáculo, y convertida en estatua de sal.
Sodoma, como es sabido, fue destruida por la extraña corrupción moral de sus habitantes. Hasta el punto de que, cuando dos ángeles llegaron a casa de Lot, para avisarle de la inminente destrucción de la ciudad, los sodomitas le exigieron que se los entregaran “porque los querían conocer”. Pero Lot no solo no se los entrega, sino que les ofrece a cambio a sus propias hijas, para que hagan con ellas lo que quieran. “Aquí ahora tengo dos hijas que no han conocido varón; permitidme sacarlas a vosotros y haced con ellas como mejor os parezca; pero no hagáis nada a estos hombres, pues se han amparado bajo mi techo…” (Gen 19:8). Lo sorprendente es que, con esa extraña conducta, Lot sea considerado el único hombre justo de Sodoma que merece ser salvado de la destrucción de la ciudad. Y más sorprendente aún el que, salvándose junto con sus hijas del apocalipsis de fuego y azufre enviado por Dios sobre la misma, se entregue después, junto con sus hijas, a una conducta no menos desordenada que la de los pobres sodomitas.
Artaud relacionaba el teatro con la peste y con esos momentos —nunca mejor dicho— “dramáticos” y terribles en que los hombres pierden, como en las guerras y los saqueos, los principios morales más elementales y se desatan la violencia, la codicia, el robo, la violación y el asesinato impune. De este modo, el dramatismo de la escena de las hijas de Lot es puesto en relación con el origen del teatro.