Fue una truculenta historia sexual ―en realidad una violación― la que supuso el fin de la monarquía, en la antigua Roma, y la llegada de la República.
Cuando reinaba Tarquinio el Soberbio, su hijo, Sexto Tarquinio, se hizo hospedar en casa de Colatino, con la secreta intención de acostarse con su mujer. Aprovechando la ausencia del marido, que se encontraba en el asedio de Ardea, le pidió Sexto Tarquinio a la hermosa Lucrecia que lo acogiera en su casa. Es Tito Livio quien nos cuenta la historia:
«Cuando todo le pareció seguro y todo el mundo dormía, fue con la agitación de su pasión armado con una espada donde dormía Lucrecia, y poniendo la mano izquierda sobre su pecho, le dijo: «¡Silencio, Lucrecia! Soy Sexto Tarquinio y tengo una espada en mi mano, si dices una palabra, morirás». La mujer, despertada con miedo, vio que no había ayuda cercana y que la muerte instantánea la amenazaba. Tarquino comenzó a confesar su pasión, rogó, amenazó y empleó todos los argumentos que pueden influir en un corazón femenino. Cuando vio que ella era inflexible y no cedía ni siquiera por miedo a morir, la amenazó con su desgracia, declarando que pondría el cuerpo muerto de un esclavo junto a su cadáver y diría que la había hallado en sórdido adulterio. Con esta terrible amenaza, su lujuria triunfó sobre la castidad inflexible de Lucrecia y Tarquino salió exultante tras haber atacado con éxito su honor» (Ab urbe condita, I, 58).
Cuando Lucrecia se vio así, ultrajada y deshonrada, envió un mensajero a su padre y otro a su marido, pidiéndoles que vinieran cuanto antes, acompañados de algún amigo. Cuando todos llegaron, Lucrecia les contó lo sucedido y les hizo jurar que no dejarían aquella violación impune. Cuando ellos le dieron su palabra, la bella Lucrecia sacó una daga de su túnica y se la clavó en el pecho. Aquella muerte supuso el alzamiento de una rebelión popular contra los tarquinios, su expulsión de Roma y la llegada del nuevo régimen republicano.
La importancia histórica del acontecimiento, así como la dramática reacción, la entereza y la dignidad de Lucrecia, impresionaron durante generaciones a los escritores y artistas que hicieron de ella un mito cultural de honestidad e integridad femenina. La escena del suicidio de Lucrecia se convirtió, en la historia del arte, en una especie de tópico pedagógico de la virtud. Pero, curiosamente, durante el Renacimiento, la escena se empezó a representar también como motivo de un morboso erotismo.
Lucas Cranach el viejo pintó en numerosas ocasiones el tema de Lucrecia. Una bellísima Lucrecia desnuda, cubierta apenas con un velo transparente, apunta hacia sí misma con un largo cuchillo en los Museos berlineses de Dahlem. Hay otra semejante, cimbreándose sensualmente ante el espectador, en la Alte Pinakothek de Múnich. E incluso tenemos otra Lucrecia de este mismo artista, también en actitud muy seductora, dándose muerte, en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Es curioso y sorprendente que un emblema moral se convierta así en un mito erótico. De hecho, conocemos más de veinte lucrecias diferentes, atribuidas a Cranach el viejo. Y, al parecer, hay otras tantas del joven.
El tema fue muy popular entre los pintores del Renacimiento. Tenemos lucrecias de Tiziano, de Rembrandt y de Rubens. Y por supuesto también varias lucrecias atribuidas a Artemisia Gentileschi. En una de ellas, hasta se ha querido identificar un retrato de la propia artista. No es imposible esta identificación, pues ella misma fue violada en su juventud, por un maestro de pintura, amigo de su padre Orazio.
Pero Artemisia no se suicidó, sino que interpuso una demanda contra su violador. La estudiosa italiana Eva Menzio publicó los documentos de su testimonio en el proceso:
«Cerró la habitación con llave y, una vez cerrada, me lanzó sobre un lado de la cama, dándome con una mano en el pecho. Me metió una rodilla entre los muslos para que no pudiera cerrarlos y, alzándome las ropas, que le costó mucho hacerlo, me metió una mano con un pañuelo en la garganta y boca, para que no pudiera gritar. Y, habiendo hecho esto, metió las dos rodillas entre mis piernas y, apuntando con su miembro a mi naturaleza, comenzó a empujar y lo metió dentro. Y le arañé la cara y le tiré de los pelos y, antes de que pusiera dentro de mí el miembro, se lo agarré y le arranqué un trozo de carne». Eva Menzio (Ed.), Artemisia Gentileschi: Cartas precedidas de las Actas del proceso por estupro, Cátedra, Madrid, 2016.
Podemos especular acerca de si ella misma se identificaba o no con aquella Lucrecia romana. Lo que sin embargo parece seguro es que, en sus cuadros, no parecía regodearse con el supuesto erotismo de aquella situación.