El arte y sus lugares (sobre orientalismo y misticismo).

Antoni Tàpies, El arte y sus lugares, trad. del catalán Armando Pego Puigbó, Siruela, Madrid, 1999.

Antoni Tàpies y Jordi Pujol, durante la entrega del cartel del Centenario del Barça, en febrero de 1998.

            El arte y sus lugares trata de desarrollar una vieja obsesión de Tàpies: la idea de que la mejor producción del arte moderno se encuentra inserta en una tradición filosófica, mitológica y religiosa que hunde sus raíces en las más antiguas culturas de la humanidad: las orientales, india y china, así como en la cultura egipcia. Este pensamiento lo expresa este libro en forma doble: al modo de un manifiesto en favor de una determinada manera de entender el arte, y mediante una selección de ilustraciones que conformarían una especie de «museo». «En este sentido -escribe en la Introducción Antoni Tàpies- se trata más bien de destacar el tipo de arte que nos parece dotado de aquellos poderes universales que suelen calificarse de trascendentes«. Y a pesar de que intenta quitarle hierro a este carácter trascendente, Tàpies piensa que se trata de «determinados poderes» de «impacto mágico-religioso» y que «las obras que poseen estos poderes forman la corriente más amplia y profunda del arte universal» (p. 18).

            La vena mística o espiritualista en el arte contemporáneo tiene una larga tradición. Desde que el Romanticismo subrayara su hostilidad hacia las concepciones materialistas, muchos han sido los movimientos artísticos, incluídos los de vanguardia, que se alimentan de un pensamiento espiritista. El célebre Sobre lo espiritual en el arte de Kandinsky no era más que la cabeza de un enorme iceberg de la ideología espiritualista que asomaba en la vanguardia de principios de siglo. Un elemental repaso a este texto de 1910 nos mostraría, no sin sorpresa, que Tàpies no defiende nada nuevo ni nada diferente en su libro, publicado en catalán en 1994 y que ahora aparece en castellano en las Ediciones de Siruela: desde la ofensiva contra las interpetaciones materialistas del arte, pasando por la reivindicación de las tradiciones orientalistas, hasta el convencimiento de que la moderna investigación científica apuntala claramente esta visión mística del mundo.

            Toda la doctrina del pensamiento romántico, elaborada fundamentalmente por Novalis, por los hermanos Schlegel y por Schelling apunta hacia esta idea de la unidad mística del uno en el todo. También ellos fueron los que más insistieron en la convicción de que la moderna ciencia vendría a confirmar este carácter espiritual, energético, de todo lo existente, así como en la certeza de que este mismo pensamiento era igualmente común a la mística europea, a la filosofía presocrática y a la tradición religiosa oriental. Ideas todas ellas defendidas igualmente en este libro por Antoni Tàpies.

Antoni Tàpies, su mujer Teresa y el entonces alcalde de Barcelona, Pascual Maragall, en febrero de 1982.

            Lo que Tàpies expresa entonces en El arte y sus lugares es una ideología que, a pesar de que trata de remontarse a una tradición milenaria, tiene sin embargo apenas doscientos años de historia y presumiblemente tiene ya pasada su fecha de caducidad. Es cierto que la creencia de que el Uno está en el Todo es una doctrina filosófica de larga tradición, que puede remontarse hasta Heráclito en la filosofía occidental, constituye el punto de partida de la doctrina de Spinoza, y es el eje argumental de toda la filosofía del Romanticismo alemán. No es fácil discutir si ésta es una teoría correcta o equivocada, pero incluso Hegel, quien defendía a pies juntillas la convicción de que «todo depende de que lo verdadero no se aprehenda y exprese como sustancia, sino también y en la misma medida como sujeto«, fue muy crítico con respecto a la trivial opinión del totum revolutum, según el cual entonces «todo tiene que ver con todo». «Contraponer este saber uno de que en lo absoluto todo es igual al conocimiento -escribía en el prólogo de la Fenomenología del Espíritu– (…), o hacer pasar su absoluto por la noche en la que, como suele decirse, todos los gatos son pardos, es la ingenuidad del vacío en el conocimiento». De un modo semejante procede Tàpies defendiendo una mística intensidad del arte, como medio simbólico de ascenso al conocimiento de la unidad divina del todo. Esta mística intensidad carente de contenido es sin embargo -también decía Hegel- sinónimo de superficialidad.

            Tàpies experimentó el apogeo de su arte en un momento en que la protesta contra la opresión política acaso no podía expresarse sino mediante el grito desgarrado de la pintura sobre la tela. Por ello su trabajo como artista contiene un importante elemento emancipatorio. Tradicionalmente se ha venido interpretando este elemento como una lucha por la liberación de Cataluña y del catalán, y un combate contra el fascismo y contra el franquismo. Y ciertamente, estos elementos políticos estaban ahí, así como los signos de su vinculación con los grupos y partidos progresistas que luchaban por tal emancipación. Pero es cierto que, también en este sentido, es bien poco lo que la obra de un artista puede hacer. El propio Tàpies subrayaba en su Memoria personal esta impotencia de la obra de arte para transformar el mundo: «Tengo una fotografía en la que Franco, rodeado de gente importante, está parado delante de uno de mis cuadros, en una de las Bienales Hispano‑Americanas (…). Alguien le decía a Franco: «Excelencia, esta es la sala de los revolucionarios.» Y parece que el dictador dijo: «Mientras hagan la revolución así…»

            Ello sin embargo no importaba para que su obra fuese reconocida como expresión de la lucha de un pueblo. Pero, tal vez precisamente a partir de este reconocimiento y de esta identificación de la cultura de un pueblo con su trabajo, bajo la forma de la creación de una Fundación que lleva su nombre, en cierto modo el artista se encierra en un mausoleo y su obra se queda anquilosada. A juzgar por este libro, lo mismo podría decirse de su pensamiento. Mientras todavía en 1981, en una entrevista concedida a José Miguel Ullán, el artista se distanciaba del contenido simbólico de su obra, afirmando abiertamente: «Soy consciente de que los símbolos están ahí, pero ni los desarrollo ni los analizo»; en su libro El arte y sus lugares de 1994-99, Tàpies se entrega con delectación al estudio del significado de sus símbolos y, particularmente, del símbolo de la cruz. Lejos de buscar las claves sociales, políticas o económicas que permiten el éxito o el reconocimiento de una obra, Tàpies piensa en determinados poderes «de impacto mágico-religioso». Se identifica con ello con la mejor tradición del pensamiento reaccionario que considera la suya como «una corriente de arte y de pensamiento que ciertos intelectuales de izquierdas llegaron a creer superada y cuya importancia redescubrimos ahora». Pero el saber abstracto de esta aparente unidad del todo, la creencia de que en la mística cristiana hay una vía de conocimiento semejante a la tradición filosófica oriental, o el convencimiento de que este tipo de saberes han sido confirmados por la ciencia de nuestro tiempo, no es más que una abstracta ideología narcisista que ha perdido la capacidad de analizar la verdadera fuente de su determinación concreta, tanto de la fuerza expresiva de su arte, como de su pensamiento.

            Miguel Cereceda

Remitido a ABC para su publicación el 16/09/1999

Rechazado por María Luisa Blanco, directora del Suplemento Cultural de ABC. No publicado.

Por Miguel Cereceda

Miguel Cereceda es profesor de Estética y teoría de las artes en la Universidad Autónoma de Madrid, crítico de arte y comisario independiente de exposiciones. Ha publicado El lenguaje y el deseo, El origen de la mujer sujeto y Problemas del arte contemporáne@. Su último libro, sobre teoría de la crítica, "Parcial, apasionada, política", se publicó en la editorial Árdora, en Madrid, 2020. Ha sido profesor invitado en las universidades de Potsdam (República Federal Alemana) y UDLAP (México).