Calaveras y peonzas

Sobre el último libro de relatos de David Roas, titulado Niños.

Pere Parramon

Leo en imágenes, no puedo evitarlo. Y fácilmente asocio los libros con cuadros o dibujos. Así, el último libro de relatos de David Roas, titulado Niños (2022, Páginas de Espuma), para mí mantiene un tenso equilibrio entre el Chico y calavera (1893), del artista simbolista finlandés Magnus Enckell, y el Retrato de Auguste Gabriel Godefroy, del pintor rococó francés Jean-Baptiste-Siméon Chardin (1741). Las dos obras tienen en común a un muchacho muy joven ensimismado en la contemplación de algo: en el primer caso, una calavera humana, y en el segundo, una peonza. Unos tétricos huesos y un juguete de habilidad, dos claves para adentrarse en doce magníficos cuentos que, en conjunto, constituyen un asombroso homenaje a lo insólito de la infancia y a la complejidad de la paternidad.

Magnus Enckell, Chico y calavera, 1893.

Dejando a un lado la interpretación metafísica que sugiere la composición circular en la que los rostros del párvulo y del muerto son los extremos de un ciclo de eterno retorno, el carboncillo de Enckell convoca una cierta incomodidad porque nos enfrenta a una visión chocante de la infancia. ¿Cómo han llegado los restos de un cadáver a las manos de un inocente chiquillo, desnudito en el culmen de la vulnerabilidad? Y otra duda todavía más perturbadora: quizá el jovencito no es tan cándido ni está tan indefenso… Los niños y el terror se llevan muy bien, precisamente porque tanto en el rol de víctima como en el de verdugo mueven en los adultos reacciones poderosas, sean el instinto de protección o la repugnancia ante la transgresión de su supuesta pureza. La literatura y el cine han legado ejemplos sensacionales al respecto, desde zigotos hasta púberes, y en la posición de la presa, del predador o en ambas a la vez, como La semilla del diablo, El exorcista, El otro, La profecía, Al final de la escalera, El sexto sentido,etc.

En esta desasosegante estela, aunque más cercano en lo formal y en lo conceptual a narradores coetáneos como la rusa Anna Starobinets –‍atención a la recopilación Una edad difícil (2005)‍–, el autor de Niños pone al lado de cada uno de sus pequeños protagonistas la calavera correspondiente: ‍según el cuento, ese elemento de ruptura con la convención se manifiesta como objeto, presencia, lugar, situación o actitud, pero siempre está ahí, empujando hacia la extrañeza. Cabe recordar que David Roas es un nombre ineludible de la literatura fantástica gracias a novelas como La estrategia del koala (2013) y a numerosos volúmenes de cuentos, entre los cuales recordamos Distorsiones (2010) e Invasión (2018), y, al mismo tiempo, un prestigioso investigador y teórico, director del Grupo de Estudios sobre lo Fantástico (GEF) y con ensayos en su haber tan influyentes como Tras los límites de lo real. Una definición de lo fantástico (2011).

Los niños de los diferentes relatos de este libro –‍‍de hecho, un único niño en estados madurativos distintos, desde el nonato al preadolescente‍‍, o, resaltando su alteridad, según las fases de desarrollo de los insectos que titulan las cuatro partes del libro, “Huevo”, “Larva”, “Pupa” y “Adulto”‍– son tratados sin asomo de la condescendencia habitual. Paternal, pero exento de paternalismo, así late el autor en cada texto, amantísimo y respetuoso sin excepción con la persona sobre la que habla: la cortés admiración con que pinta Chardin al caballerito de su retrato es la misma de tantos de los cuentos de David Roas, fascinado por rasgos infantiles como la curiosidad en “Juguetes” o capacidades como la observación en “Terrores nocturnos” y la comunicación en “Voces”.

En la mirada perpleja, imaginativa, originalísima de David Roas no hay ningún escapismo, sino la confirmación de una realidad: el niño es un ser en rápida transformación –‍física, cognitiva, emocional, etc.–, de modo que acentuar lo que tiene de deslumbrante, raro e, incluso, inquietante es un proceso de lo más natural. ¿Quién puede matar a un niño?, se preguntaba Narciso Ibáñez Serrador en el título de su película de 1976 y, como en el film, donde el espanto se desarrolla a plena luz del día, la atmósfera de Niños es aparentemente cotidiana, lo que lleva la mayor parte de los cuentos a un terreno más escalofriante cuando aparece la calavera, sonriente y encantada de lanzar interrogantes para nosotros, los adultos, de imposible solución, pero que los niños asumen como el alegre, hipnótico y veloz giro de una peonza. 

Niños es una conmovedora aproximación a la paternidad, pero no desde los clichés y las machaconas mitologías que insisten en azuzar la necesidad reproductiva de la especie a través del blanqueamiento, la edulcoración y el falseamiento del difícil ejercicio de ser padre o madre. David Roas escribe desde la seriedad de la experiencia directa, narrada crítica e irónicamente –‍para el humor, como para el terror, es tan fino que se cuela por los intersticios más insospechados, como se constata en “La agonía del salmón” o “El día de la marmota”‍–, con ese tecleo implacable que solo se da entre el biberón y el cambio de pañales; desde una subjetividad tan reconocible que lo que pueda tener de particular se convierte en universal; desde una ternura en las antípodas de la ñoñería –la belleza de la narración “Subsistencia” es desgarradora como la de la propia novela de Cormac McCarthy que invoca al inicio, La carretera (2006)‍–‍, entrañable en el sentido de íntimo, de esencial, de víscera húmeda y palpitante, tan real que solo se puede abordar desde lo fantástico.

Pere Parramon

Girona, 3 de enero de 2023