VIII Jornadas de la Fundación Manolo Paz: el jardín de los diálogos
Paco Yáñez
Entre los muchos vocablos que nos pueden ayudar a trazar una imagen verbal de la Fundación Manolo Paz de Cambados se encuentra, sin lugar a dudas, la palabra «diálogo». Diálogo entre los periodos históricos que jalonan la carrera artística del propio Manolo Paz, representados en su Fundación desde sus inicios hasta la actualidad, con piezas en proceso de elaboración que podemos ver evolucionar en su taller. Diálogo del tiempo y las estaciones, que van mudando los cromatismos, la incidencia de la luz o la caída de las hojas sobre determinados rincones y esculturas. Diálogo con los propios recuerdos, pues la Fundación es un ente vivo en el que las obras van cambiando y habitando nuevos espacios, desafiando nuestra memoria sobre la ubicación exacta de cada pieza en anteriores visitas. Diálogos, siempre amables, con Manolo Paz y con la directora de la Fundación, Julia García Escudeiro, cada vez que los encontramos en ese rincón de Galicia en el que han dado forma a un modo de ser y estar en el mundo.
Pero si un diálogo prima en la Fundación Manolo Paz es del arte con la naturaleza: convirtiéndola en uno de los espacios más bellos de España en su género, así como en una perfecta muestra de ese lugar de encuentros que es el jardín; un jardín bañado en Cambados por las aguas del río Umia y de un océano Atlántico que en la propia Fundación se adentra, pues sobre su vegetación cae la Ola de poderoso y estilizado figurativismo que en 1982 creó Manolo Paz con hormigón, reforzando los ecos marítimos en el jardín inferior de la su fundación.
Es por ello que las VIII Jornadas de la Fundación Manolo Paz no podrían haber tenido una mejor temática que el diálogo entre el arte y el paisaje: dialéctica de la cual es uno de sus más lúcidos representantes el jardinero y filósofo madrileño Fernando Caruncho, hombre de una sabiduría proverbial que convoca en su forma de desvelar los rincones de la naturaleza desde el pensamiento helénico a la delicada poética oriental, pasando por el refinado arte del jardín árabe, cuya obra cumbre en España, la Alhambra, fue definida por Caruncho como el más bello florecimiento del jardín como forma de historia y pensamiento; un jardín que alquitara y vivifica una herencia y un saber que se remonta a los sumerios y que, quizás —como Fernando Caruncho sostiene—, estemos perdiendo en un siglo XXI tan intoxicado por la volatilidad de lo superfluo, así como por la desvinculación del ser humano de una naturaleza cuya devastación este mismo verano contemplamos con horror.
Fueron estos algunos de los temas que se abordaron el pasado 11 de agosto en las VIII Jornadas de la Fundación Manolo Paz; una cita estructurada en tres actos, el primero de los cuales se centró en una conversación a tres entre el crítico de arte, comisario y gestor cultural David Barro, Manolo Paz y Fernando Caruncho. Escuchar las siempre pertinentes preguntas de David Barro, así como las reflexiones de ambos artistas y «filósofos del paisaje» —como Barro los definió— es un placer y una invitación a repensarse a uno mismo como parte concomitante de los temas abordados, como relación cotidiana que somos con la naturaleza.
Esa reflexión de Fernando Caruncho sobre el jardín se remonta, en su dimensión más práctica, al momento en que, con 21 años, crea en Madrid su primer espacio ajardinado; un proceso que en su praxis —de alcance ya planetario— implica de forma recurrente la dimensión netamente espiritual del ser humano que habita dichos espacios, afirmando que, en sí, «el alma es una forma de paisaje», siendo el jardín el intermediario entre naturaleza y hombre, el lugar y momento de unión, el que abre nuestra percepción del mundo y el que debería tener como cometido fundamental el enraizarnos en ese mismo mundo, algo que Caruncho ve plenamente logrado en la Fundación Manolo Paz.
En su relato, Fernando Caruncho reivindicó en diversas ocasiones el término «jardinero»: palabra que definió como cargada de riqueza, y que no acaba de comprender (ni de compartir) por qué se relegó en el vocabulario específico de su campo en pos del término «paisajista» (que no asocia a la escala humana). Para Caruncho, este giro (y deserción) verbal es un error, pues renuncia a una tradición que viene desde la antigüedad hasta el siglo XIX, dando lugar a una irreparable pérdida de memoria colectiva. De este modo, se desbaratarían, incluso, las bases del propio porvenir, pues —sostiene Caruncho— que «según vamos hacia el pasado, más capacidad de futuro tenemos», ya que ese pasado representaría el tiempo de lo humano, el del alma: un legado desde el que despegar, una lente con la que enfocar de nuestra mirada.
La sencillez de la conexión con la naturaleza, a través de la vegetación y de la figura simbólica del árbol, con su religiosidad aconfesional: la del «religare» como unión de cielo y tierra ejemplificada en sus ramas y raíces, supone para el jardinero madrileño toda una invitación a sentir la naturaleza en nosotros mismos. Ese religare y esa conexión con el todo serían, por tanto, la esencia misma del jardín. Lo contrario, para Fernando Caruncho, es su concepción como mero acto de diseño (término que rechaza; pues para Caruncho un jardinero puede trazar un jardín, pero no diseñarlo). La labor del paisajista sería, así, captar la luz, hacer de intermediario, escuchar la fuente que brota de la propia naturaleza: algo que ve más relacionado con el corazón que con el intelecto; relación que Caruncho percibe, en términos análogos, en las esculturas de Manolo Paz, que el artista gallego reconoce son intervenciones en un paisaje ya dado, que le pide unas piezas concretas, con sus espacios, luces, materiales y volúmenes.
Una vez conocido in situ el diálogo de naturaleza y escultura en la Fundación Manolo Paz, Fernando Caruncho afirma que en esta relación existen esculturas que abren tal simbiosis y concordancia con la naturaleza, mientras que otras la cierran, según cada obra haya brotado de forma intuitiva o abstracta. El primer caso incidiría en el religare que Caruncho busca con su actividad como jardinero; el segundo, nos aislaría, convirtiendo al arte en «el mundo de la nueva religión». El pensamiento, por tanto, debería buscar la concordancia (palabra clave para Caruncho) a la hora de trazar el jardín; si bien el jardín sería, según Caruncho y en sentido amplio, cualquier actividad humana donde se dé dicha concordancia de forma equilibrada: un balance que tiene mucho de misterio, de escucha del medio y de huida de apriorismos. En dichas claves, la labor del jardinero sería el «observar, observar y observar», haciéndolo desde diferentes ángulos y en distintos momentos del día, intentado no analizar, sino dejarse habitar por aquello que cada lugar íntimamente quiere: todo un proceso de revelación.
Reivindicó Fernando Caruncho, también, el esplendoroso pasado del jardín en España, de cuya potencia y síntesis de estratos y tradiciones históricas nacieron el jardín italiano y el jardín francés, inspirados en el crisol de la Alhambra. Ya que «somos humanos porque venimos del humus», para Caruncho nuestra forma de mirar en el futuro al mundo y al ser humano ha de ser desde el concepto extendido de jardín, pues, como demostró el paisajista madrileño, es «una de las claves de la civilización humana».
El segundo acto de estas VIII Jornadas de la Fundación Manolo Paz tuvo como protagonista a la performer y ceramista coruñesa Verónica Moar, algunas de cuyas obras se pueden ver este mes de agosto en el espacio expositivo de la Fundación. Con su actuación, mostró esa cercanía y ese escuchar a la naturaleza de la que Fernando Caruncho nos había hablado previamente, a través de la piedra de unas esculturas de Manolo Paz a cuyas formas Verónica Moar amolda su cuerpo y con cuyos materiales dialoga, portando, ella misma, sus propias piezas de cerámica inspiradas en las texturas minerales.
Por último, la entrega del VIII Reconocimiento Fundación Manolo Paz a Fernando Caruncho, un acto en el que de nuevo pudimos escuchar sus palabras, repletas de ecos y magisterio, junto con los discursos políticos al uso, entre los que se traslucían concepciones de la naturaleza y del paisaje que tienen más de postal turística y recurso económico al servicio del capital que de respeto por la naturaleza (y así le va, al bosque gallego: desnaturalizado y convertido en materia prima para industrias que desvirtúan las especies autóctonas e impiden modelos forestales sostenibles y respetuosos con el medioambiente). Si dichos políticos tomaran nota de las palabras de Fernando Caruncho, otro gallo (y demás especies aviares) cantaría en tierras gallegas. Y ya que hablamos de protección de los ecosistemas, tampoco vendría mal la puesta en valor de los espacios propiamente culturales; entre ellos, la Fundación Manolo Paz, para que la ciudadanía pueda visitarla con la continuidad que ésta merece, como uno de los conjuntos artístico-naturales más bellos del occidente europeo.
15 de agosto de 2023