Aproximadamente, cada seis meses, tenemos un falso «escándalo» artístico de estas características, en el que lo que más indigna a la prensa y a los medios de comunicación es el hecho de que haya alguien tan tonto que pague dinero a cambio de nada. Nos pasó el año pasado con la banana de 120.000 dólares de Cattelan, y hace tres años con el vaso de agua medio lleno de Wilfredo Prieto, puesto a la venta por veinte mil euros, y nos vuelve a pasar ahora con la escultura invisible de este artista italiano. Sin embargo, no es el arte el único ámbito en el que estas cosas se hacen. La gente paga verdaderas fortunas por piedras, por olores, por colores o por sabores. Se les pagan millones a los futbolistas por darle pataditas a un balón y saber colocarlo entre unos palos. Pero lo que indigna del arte es que cuestiona precisamente la inteligencia del espectador. No solo cuestiona el mercado y la condición mercantil de la obra, sino también todos los valores morales, políticos y económicos alrededor. Por eso el arte es tan interesante y por eso es tan importante. Precisamente porque nos obliga a hacernos preguntas y porque pone en cuestión todas las cosas.
No te indignes, por favor, con el hecho de que alguien haya hecho una escultura invisible, y la haya vendido por quince mil Euros. A mí me parece un buen precio. Teniendo en cuenta que seguramente el galerista se quedará con la mitad y que, como le decía con sorna Pablo Picassso a María Blanchard, una cosa es hacer buenas obras de arte y otra cosa muy diferente es saber venderlas.
Tampoco te indignes por el hecho de que, de nuevo, consideras que también en esta ocasión alguien ha abusado apropiándose de un trabajo que tú ya habías presentado públicamente hace algunos años. Porque lo cierto es que el tema de las esculturas invisibles tampoco es nuevo en el arte contemporáneo.
Quizás el primero en vender la nada a cambio de dinero fuese el artista francés Yves Klein quien, en 1958 no solo expuso el vacío en la galería Iris Klert de París, sino que además vendió, a cambio de su peso en oro, varias zonas de «Sensibilidad pictórica inmaterial». El comprador recibía un certificado de dicha adquisición que, sin embargo, debía quemar, a la vez que el propio Klein arrojaba el pan de oro, con el que se había pagado la obra, al Sena. Cinco años más tarde, Alberto Greco firmaba en Madrid como obras suyas motocarros, burros, guardias de tráfico y hasta paseantes simplemente trazando una circunferencia con tiza sobre la acera y proclamando «arte Vivo Dito» todo lo que se colocase sobre dicho círculo. Incluso, aunque no hubiese nada.
El arte conceptual fue algo posterior, pero es cierto que también produjo muchas obras invisibles e inmateriales. El libro de Lucy Lippard, Six Years, está lleno de ejemplos. Tal vez los más famosos fueran las emisiones de gases nobles a la atmósfera, en el desierto de Mojave, verdaderas esculturas invisibles, realizadas por Robert Barry en 1969, que debían expandirse indefinidamente. También Art and Language dibujaron mapas del Océano Pacífico, de una zona determinada en la que no aparecía absolutamente nada.
Por lo demás, la estatua o el monumento invisibles tampoco son ninguna novedad en el arte contemporáneo. Seguramente el monumento más importante de estas características sea el Vertical Earth Kilometer, enterrado por Walter de Maria en la plaza del Museo Fridericiano de Kassel en 1977 que, aunque tiene un kilómetro de longitud, es absolutamente invisible. Aunque también vale la pena señalar el Monumento de Hamburgo contra el Fascismo de Jochen y Esther Gerz (1986-1996), que se encuentra ya completamente enterrado y que, por supuesto, resulta también invisible.