Rafael de Diego
Galería Luis Burgos
c/ Villalar 3-5
Madrid, del 12 de diciembre de 2019 hasta finales de enero de 2020
Al entrar en la galería uno se encuentra una gran mesa de merendero, cubierta de pequeños simios que parecen saltar por aquí y por allá. Junto a la puerta, sobre una plataforma adosada a la pared, algunos de estos simios abuchean, gritan o soplan con fuerza trompetas del Juicio Final —o tal vez tan solo bubucelas de fanáticos del fútbol. En la pared del fondo, una serie a escala de mesitas también de merendero se despliega como un gran cuadro, cubriendo todo el muro. Al descender al piso inferior, como si de una bajada a los infiernos se tratara, los simios se repiten a un lado y otro de la sala, en una especie de aquelarre, saltando esta vez sobre sillas metálicas. Más al interior, un nuevo simio sin rostro nos señala la dirección a seguir sobre un pedestal, mientas otros contemplan estupefactos el grabado de Goya, “El sueño de la razón”. Se trata de la última exposición del escultor bilbaíno, Rafael de Diego, en la galería Luis Burgos de Madrid. Exposición que tiene mucho de fantástico, de teatral y de escenográfico.
Tres son en mi opinión los elementos simbólicos fundamentales de su trabajo. El primero tiene que ver con su fidelidad hacia la escultura clásica y, en especial, hacia la figuración. Pues, en todas sus exposiciones, siempre hay una figura, sea un perro, una serpiente o un mono, que se repite con profusión y que invade toda la escena. El segundo está relacionado con la carpintería y el mobiliario. Su fidelidad al carácter artesanal de la escultura le lleva a homenajear reiteradamente a la carpintería, a través de la construcción, parcialmente obsesiva, de sillas, tablados, tarimas o, como en este caso, de mesas de merendero, cuyos tamaños, medidas o escalas las vuelven sin embargo inútiles para su función habitual, y las convierte en objetos puramente conceptuales. El tercer elemento es obviamente el carácter teatral, eminentemente literario y narrativo, pero sobre todo profundamente escenográfico de su trabajo. Con estos tres elementos articula Rafael de Diego una obra sólida y poderosa que empieza a ser ya merecedora de presentarse en un espacio institucional más ambicioso.
Es sin duda el juego obsesivo con la imagen y la figura del animal lo que le mantiene aferrado a la vieja tradición de la escultura. Si sus serpientes estaban forjadas en hierro, sus perros estaban tallados con rotundidad sobre la madera, mientras que estos simios con cabezas sin rostro, que ahora aparecen, han sido modelados con diferentes resinas. El modelado, la talla y la forja, entonces, como los procedimientos primarios de su obra. Pero la escultura aparece en segundo lugar, en su creación, en relación directa con el trabajo artesanal de la carpintería. Rafael de Diego construye sillas en hierro y en madera, en las que es imposible sentarse, o construye innumerables mesas a escala, que repite sobre el muro como series minimalistas. Con ellas, además, prepara su escenario, lo que le otorga un carácter inequívocamente teatral a todo su trabajo. En ese sentido, si la escultura moderna trató de depurar su lenguaje, desprendiéndose de los elementos narrativos o literarios de la misma, y ateniéndose a la mera forma, Rafael de Diego por el contrario reivindica abiertamente el relato. No solo construye su obra como escenografía de una historia, sino que siempre tiene presente al realizarla un determinado contenido narrativo.
En este caso su obsesión no es apocalíptica, como parecen sugerir los monos tocando las trompetas del Juicio, ni tampoco esotérica, alquímica o ni siquiera tarotista, como reconoce Paco Carpio en el catálogo. El artista habla sin pudor de los fanáticos del fútbol, pero es evidente que con ello habla también del ciego fanatismo de las masas. En tiempos en los que el manejo mediático de la opinión social, con la manipulación deliberada de la información, arrastra a la gente a votar, en contra de sus propios intereses, a personajes tan siniestros como Donald Trump o como Jair Bolsonaro, y a adorar al opresor y a despreciar a quien está oprimido, la ceguera y el fanatismo populista son el peor enemigo. Rafael de Diego ejemplifica estos torpes movimientos de masas, como simios arrebatados por una furia absurda.