El vuelo de Ícaro

El vuelo de Ícaro es en realidad una fábula moral. No expresa sino la frustración de las ambiciones imposibles del hombre. Volar es un sueño demasiado audaz para el humano. Sin duda el ingenio de Dédalo es capaz de invenciones prodigiosas, pero hay que tener cuidado, porque en la aventura puede morir tu propio hijo. Lo que, en el relato de Ovidio, más se repite son las advertencias del padre: “no te alejes de la línea recta”, así como las imprudencias del hijo, “arrastrado por la pasión de surcar el cielo”.

El vuelo de Ícaro es un viaje por el aire, sobre el mar, para escapar del laberinto de Creta, y es también una caída. Pero Ovidio no se deleita allí ni en los paisajes maravillosos que se contemplan desde lo alto ni tampoco en las hermosas vistas. Sí menciona sin embargo la sorpresa de los labriegos, los pescadores y los pastores que los ven volando, y que los consideran como dioses. Pero no hay ningún paisaje.

Pieter Brueghel el Viejo pintó también esta escena, a partir de la descripción de Ovidio. Pero deliberadamente mostró la indiferencia de los labriegos, los pescadores y los pastores, que continúan con sus tareas, mientras que el joven Ícaro cae precipitado sobre el mar. “La caída de Ícaro”, el cuadro atribuido a Pieter Brueghel, es sin embargo un verdadero paisaje, tal como lo podemos pensar en el sentido moderno. Allí se ven el mar y las ciudades, el campo y los bosques, y las lejanas montañas. Al fondo de su cuadro, el sol emerge poderoso, mientras en el primer plano se produce el ocaso de Ícaro.

En su exposición titulada “El vuelo de Ícaro”, por su parte, Ikella Alonso ha abordado una doble reflexión sobre el paisaje y la pintura. Pues el modo en que la pintura aborda el problema de la representación del territorio es, en sí misma, doble. Por un lado, está lo que podríamos denominar el mapa y, por el otro, aquello a lo que la tradición denominaba “vistas” o “vedute”, y que terminó apareciendo en nuestra representación contemporánea como “paisaje”. Al parecer los primeros mapas que conocemos no eran más que representaciones esquemáticas de fincas, realizadas con el fin de cobrar los impuestos. Se conserva sin embargo una tableta de arcilla del s. VI a. de C., con la representación de la ciudad de Babilonia, sobre el Éufrates.

Ikella Alonso ha querido, por un lado, conjugar en sus cuadros estos dos modos de representación del territorio, el mapa y el paisaje, generando lo que podríamos denominar un metapaisaje o una especie de paisaje conceptual, en el que la pintura retorna sobre el paisaje y el paisaje mismo retorna una vez más sobre la pintura.

Es sabido que el paisaje es una invención de la pintura. Justamente, con los holandeses del s. XVI, es cuando por primera vez se pudo contemplar la belleza de una naturaleza que hasta entonces solo se veía como agreste, hostil o enemiga. La prohibición protestante de las imágenes sagradas, unida al orgullo por el territorio heroicamente conquistado al mar, empezó a proyectar sobre los antiguos éremos y silvas, la imagen gloriosa de la manifestación de Dios en la tierra. Pero esa imagen solo la hizo posible la pintura. De modo que, antes de la pintura, no había paisaje ni posibilidad alguna de ver o contemplar las hermosas vistas.

En Ovidio ni el ingenioso Dédalo, que vuelve indemne de su viaje por los cielos, ni tampoco su atrevido hijo Ícaro son capaces de ver paisaje alguno. Sobre todo porque tal cosa no existía. Ven desde lo alto la isla de Samos, dejan tras de sí Delos y Paros, y a la derecha a Lebinto y a Calimna, fecunda en miel. Pero no hay paisaje aquí en modo alguno. Ni hay deleite en la visión ni fascinación en la contemplación. Lo que ellos ven parece más bien una carta de navegación: un mapa.

Ikella Alonso ha tratado de conjugar esos dos modos de la representación. Pero ha querido insistir además en esa doble relación, entre el mapa y el paisaje, en su reciprocidad con la pintura, dedicando —al modo de Manolo Quejido— cada uno de sus cuadros a un pintor al que admira. No solo utilizando, de cada uno de ellos, su paleta y sus colores —claramente reconocibles en la mayor parte de sus lienzos—, sino homenajeando además al paisaje natal de aquellos pintores a los que rinde pleitesía. Extrae una imagen de satélite, tomada del Google Earth, de las ciudades o los pueblos en los que han nacido estos pintores, la esquematiza sobre el lienzo y luego la colorea con colores que recuerden claramente al pintor evocado. Los títulos de los cuadros son así los de las ciudades o pueblos en que estos han nacido. De modo que finalmente el paisaje encarna en la pintura, y sus propios cuadros se convierten en una hermosa alegoría de la pintura misma.

Ikella Alonso
“El vuelo de Ícaro”
O_Lumen, espacio de las artes y la palabra
Claudio Coello 141
Madrid, del 20 de septiembre al 20 de octubre de 2019

Por Miguel Cereceda

Miguel Cereceda es profesor de Estética y teoría de las artes en la Universidad Autónoma de Madrid, crítico de arte y comisario independiente de exposiciones. Ha publicado El lenguaje y el deseo, El origen de la mujer sujeto y Problemas del arte contemporáne@. Su último libro, sobre teoría de la crítica, "Parcial, apasionada, política", se publicó en la editorial Árdora, en Madrid, 2020. Ha sido profesor invitado en las universidades de Potsdam (República Federal Alemana) y UDLAP (México).