Ni sentido ni consuelo

Rodríguez-Méndez
Dos Mesas Monte
Formato Cómodo
c/ Lope de Vega, 5
Madrid, del 20.12.18 al 20.02.19

 

Ya no sé, sinceramente, a qué género se puede adscribir su creación. Cuando vi por primera vez sus gigantescas columnas de turba apelmazada, ocupando transversalmente, desde el suelo hasta el techo, todo el espacio de la galería, instintivamente di por supuesto que se trataba del trabajo de un escultor. Él sin embargo hacía además algo que solo indirectamente podríamos denominar “performances”. Como sus esculturas tardaban tanto en secar, Rodríguez-Méndez decidió empezar a trabajar en solitario, durante el tiempo en que la galería permanecía cerrada, interactuando con el espacio. Trabajar “con” el espacio es, desde Lessing, lo propio de los artistas plásticos.

Sobre una sencilla mesita, frente a una cámara, iba disponiendo amorosamente todos y cada uno de los objetos que se encontraban en la galería, desde cubos de basura hasta escobillas del wáter, como si se tratara de preciosas obras de arte. Dibujaba también con su hombro el perfil de la galería, arrastrándose por toda la pared de la sala, desgarrando la chaqueta, el jersey, la camisa y finalmente la carne que terminaba marcando, con su propia sangre, el recorrido.

En cualquier caso, entre las “acciones”, ejecutadas privadamente y las “esculturas”, seguía existiendo en su producción un cierto parentesco. Como perceptivamente me dijo otra escultora: “se trata de un artista que trabaja con el tiempo”. Y en aquel entonces era cierto. Y sin embargo, su creación no era narrativa ni literaria ni musical en absoluto, tal como pretende Lessing de las artes temporales. Pero él trabajaba ciertamente con el tiempo: el tiempo lento de construcción y maduración de las grandes obras, y el tiempo muerto o vacío, ocupado sin embargo en hacer “acciones”.

Pero ahora, después de ver sus series fotográficas de cabezas de hombres sentados, vistas desde arriba (2010), o la de casas gallegas, en cuyas fachadas puede verse un hombre ahorcado (2008), yo ya no sabría decir a qué genero pertenece su trabajo. Desde luego no se trata de un fotógrafo. Le he visto encerrar un camión de gallinas vivas en la caja fuerte del Instituto Cervantes de Madrid, y le he visto también ordenar meticulosamente los escombros de un contenedor de obras en la calle. Sacarlos, colocarlos y volver a meterlos en su sitio.

Ahora, una vez más, asisto estupefacto a su reciente exposición en la galería Formato Cómodo. Presenta, en esta ocasión, una gran fila de paquetes postales, alineados sobre una larga mesa. Los paquetes, cerrados, con sus sellos y matasellos, han sido remitidos, a lo largo de los últimos diez años al artista por su propia madre. Su contenido, al parecer, es un encargo del propio artista. Siendo su madre sastra de profesión, le pidió que le remitiese cada mes un pantalón y una camisa, hechos con las medidas de su propio padre. Rodríguez-Méndez recibía, en su domicilio de Madrid, estos paquetes confeccionados por su madre y, sin embargo, nunca los abrió. Los fue acumulando uno tras otro, año tras año, hasta que su madre murió. Ahora los presenta como obra de arte.

Se trata desde luego de una pieza bien extraña. Rodríguez-Méndez siempre ha desdeñado, aparentemente, la disposición esteticista de sus obras y parece querer concentrarse solamente, como la vieja fenomenología, en las cosas mismas. Es cierto que, parcialmente, se trata de una pieza monumental. Como “monumento”, se remite a la idea de conmemoración, de transmisión y de memoria, y con ello podría adscribirse parcialmente a la tradición de la escultura. La madre y el padre aparecen aquí vagamente recordados. Pero tampoco creo que este carácter conmemorativo o monumental sea un objetivo real para el artista. El problema de clasificación y designación de las obras de arte es más bien un problema del crítico y del historiador del arte. Es el problema del “mal de archivo”; pero el artista se muestra también indiferente hacia los géneros. En cualquier caso, sin ser “bella”, la pieza nos desconcierta y nos conmueve. ¿Busca acaso ahora suscitar en nosotros “sentimientos”? Tampoco lo creo.

Y sin embargo la obra es perturbadora, estremecedora. Invoca e implica claramente a la madre, a la realización de un trabajo remunerado pero absurdo, cuyo resultado real nunca es objetivamente disfrutado ni por la madre ni por el hijo, ni tampoco por el padre. Nadie nunca abrió aquellos paquetes.

Trabajo muerto entonces. Trabajo improductivo. Inútil, como el absurdo mismo de la propia obra de arte. Ni siquiera nos transmite el consuelo de lo bello. Desasosiego. Tal vez lo que se nos muestra entonces sea en realidad una especie de monumento funerario.

RODRÍGUEZ-MÉNDEZ

En la habitación contigua, unos dibujos, trazados con líquido dorado sobre papel, parecen querer coquetear con la tradición esteticista. Se trata sin embargo de dibujos mecánicos. Responden a una pauta. Pero el dorado, ay, pero el dorado sobre el papel querría tal vez arrojar sobre este mundo una línea de ilusión. Dejar toda esperanza. Se trata más bien de un dibujo superpuesto, trazado a lo largo de cien hojas de papel. El resultado final debería ser algo así como una esfera dibujada en sus tres dimensiones. De nuevo una tentación escultórica, a partir del dibujo. Pero tampoco resulta visible.

El arte de mostrar lo que se oculta o también el de ocultar lo que se muestra goza ya, en la tradición artística de una larga historia. Desde el A bruit secret (1916) de Marcel Duchamp, hasta los ácromos empaquetados de Piero Manzoni (1962) o los monumentos empaquetados del propio Christo, podemos decir que la paquetería en general goza de una larga tradición. Pero tampoco creo que esta sea la intención del artista. Tampoco se percibe en él una voluntad citacionista ni un intento deliberado de hacer referencias “cultas” a la historia del arte.

Por ello solo puedo decir de su trabajo que me desconcierta. No pretende hacer obras “bellas”, ni suscitar emociones ni sentimientos en el espectador. Desde luego no hace arte que pudiéramos llamar en modo alguno “político”. Tampoco pretende la reflexión intraartística, sobre el lenguaje o la tradición del arte, y tampoco se adscribe deliberadamente a ningún género determinado. No proporciona sentido ni consuelo.

 

Por Miguel Cereceda

Miguel Cereceda es profesor de Estética y teoría de las artes en la Universidad Autónoma de Madrid, crítico de arte y comisario independiente de exposiciones. Ha publicado El lenguaje y el deseo, El origen de la mujer sujeto y Problemas del arte contemporáne@. Su último libro, sobre teoría de la crítica, "Parcial, apasionada, política", se publicó en la editorial Árdora, en Madrid, 2020. Ha sido profesor invitado en las universidades de Potsdam (República Federal Alemana) y UDLAP (México).