En el año 1837 se inventó el daguerrotipo de manos de Daguerre; las personas empezaron a pasar a la posteridad. Aunque se trataba de un lujo que no estaba al alcance de todos, resultaba más económico que los retratos al óleo, muchísimas más personas podían permanecer sobre el papel inmortalmente.
En ese momento, la fotografía es un medio, un instrumento con una clara finalidad: EL RECUERDO. Un preciado recuerdo para el que las familias menos pudientes ahorraban y el día de la cita con el fotógrafo era un día de fiesta. Por supuesto, los momentos especiales también eran revelados: bodas, aniversarios y la muerte.
Poco después del nacimiento del daguerrotipo, hacia el año 1939, primero en Francia y luego en el resto de Europa, se adoptó la costumbre de fotografiar a las personas después de muertas. Estas fotografías ‘in memento mori’ suponían mucho más que una moda, era una manera de honrar al difunto, de permanecerlo entre los vivos, con esa finalidad la estética se cuidaba muchísimo.
Esta práctica no era nueva, otras muchas culturas anteriormente habían captado el último suspiro con otras técnicas. Los famosos retratos de Al-Fayum en Egipto son un ejemplo que luego adoptarán los romanos aplicando yeso en la cara del muerto justo en el momento del deceso y exponiendo luego esas máscaras mortuorias en los espacios destinados a los antepasados.
Los daguerrotipos en el s.XIX van a rendir homenaje a esas prácticas y la estética va a ser fundamental. Los difuntos aparecen serenos rodeados de objetos y complementos que ayudan a estabilizar el cuerpo sin vida, todo el tiempo de exposición necesario para captar la imagen con la técnica del daguerrotipo.
En ocasiones, aparecían rodeados de sus seres queridos, en una aptitud cotidiana, cenando con la familia o sentados en el mejor sillón del salón rodeados de su familia.
Se maquillaban o se coloreaban las imágenes, intentaban que aparecieran con los ojos abiertos o con una leve sonrisa; en la medida de lo posible, la aptitud era plácida.
Abundarán las imágenes post-mortem de niños y niñas y de jóvenes, de aquellos ante los que la muerte resultaba un hecho más cruel, esas pérdidas eran las más duras y se plasman con una estética dulce, sosegada. Eran angelitos que estarían en el más allá guardando la dicha familiar, este era el pensamiento de la época.
Rodeados de flores que aparecían boca abajo como indicación clara de que ese niño o esa niña ya no poseía el don de la vida.
Tal vez el aspecto más oscuro fue el hecho de que en un momento dado las fotografías de jovencitas sin vida se convirtieran en una mercancía, un preciado contrabando entre los señores victorianos. Ya que la estética del momento apreciaba sobre manera la languidez, la palidez y la melancolía que esas fotografías transmitían: la belleza captada en su máximo esplendor, la juventud que a la vez se desvanece, igual que muchas de estas fotografías se desvanecen en el tiempo.