Las mujeres son menos inteligentes, dicen. La inteligencia es, por excelencia, un arma entre las armas. Lo es la mera astucia; y lo son una buena voz, excelente memoria, habilidad para manejar una pelota o la mentira. La inteligencia es un arma que ha colocado, con otros factores aunados, al hombre encima de la bestia, y alguna que otra vez sobre la mujer. Como arma entre armas, puede ser preterida y en su lugar emplearse otra u otras. Apenas ahorita supe que, con motivo de la entrega del premio Rómulo Gallegos a Vargas Llosa, durante una recepción en Bogotá, Colombia, encontrándose García Márquez y Plinio Apuleyo escorados al pie de una escalinata, éste pensó, cotejando la razón del premio al peruano respecto de Cien Años de soledad, que aún no salía al mercado, algo como “si supieran la bomba que ha fabricado éste.” Una novela es una arma, pues. Al menos no soy el primero en ocurrírsele que lo sea.
No espero (ni nadie que yo conozca) que las mujeres escriban la Summa Theologiae, ni Die Welt als Wille und Vorstellung. Pintarse el pelo, las uñas de los pies, las de las manos, los labios, las mejillas, las cejas; depilarse éstas, las pantorrilas, la cuca; cortarse el cabello, tatuarse una flor, agujerearse las orejas, un pezón o el clítoris para colocarse piercings; escoger tacones, zapatillas, sandalias, ajorcas, medias veladas, ligueros, panties, medio fondos, corsé, brasieres, corpiños, blusas, sombreros, gafas; monederos, carteras, bolsos, mochilas; sortijas, pulseras, relojes… ¡Ok!, ya, ya, ya escuché, pararé la enumeración.
Escoger todas estas municiones de la artillería femenina, demanda un tiempo que, por demás irracionalmente, nada ni nadie sobre la tierra querría quitarles a ellas. Lo mismo a Santo Tomás ni a Schopenhauer. Ergo arrebatar a las mujeres el tiempo destinado a estos menesteres para que lo sacrifiquen escudriñando a Arsitóteles, es tan importuno como arrancar al filósofo sus (o de sus) manuscritos y códices. Las horas, los días, los años, la inteligencia y entrega aplicada a la especulación metafísica por ellos desquiciaría de impaciencia al portero de una bien cotizada peluquería, lo cual, hostias, es ya, me parece, mucho decir.
Adonde me gustaría llegar es al momento en que, al salir de un hotel en Paris, Nietzsche experimenta un vahído ante lo que ven sus miserables ojos de sifilítico en las últimas. No lo puede creer. Vestida à la dernière, esto es, tocada con gorrito negro vienés y una guirnaldita lo más de mona de fleurs de lis; delgado el torso como una libélula, desplazádose como una sílfide sobre sus lindos botines aguamarina… ¡ella, era ella, Cosima Wagner, diseminando el perfume de su mortal hechicería que flota y huye en el aura primaveral! Ella, por quien había desvariado en sus “a la princesa Ariadna, mi amada. Es un prejuicio que yo sea un ser humano. Pero ya he vivido entre los hombres y conozco todo lo que los hombres pueden experimentar, desde lo más mínimo hasta lo más alto. Yo he sido entre los indios Buda, en Grecia Dionisos, Alejandro y César son mis encarnaciones, igual que el poeta de Shakespeare, Lord Bacon” y “fui además Voltaire y Napoleón, quizás también Richard Wagner… Pero esta vez vengo como el triunfante Dionisos, que hará de la Tierra un día festivo” amén de “no es que tenga mucho tiempo… Los cielos se alegran de que yo esté aquí… También he estado colgado en la cruz.” ¡Joder!, Nietzsche estaba alelado, pero no había tiempo que perder. Cosima se diluía en la barahúnda del bulevar en plena primavera, así que se botó a correr como el demente que sabemos, y ya casi dándole alcance, ¡chizzz!, sobre una cáscara de guineo importado de las Indias el corifeo de la filosófía decimonónica resbala, ¡no!, y allá va a dar con sus cogitabundos huesos cotra las pantorrillas de la mujer. Soûlard de ma merde!, masculla la cocotte, en un francés perfectamente digno de Victor Hugo… ¡no era ella! La perra tenía la filosofía occidental hecha un guiñapo a su pies. Hizo un mohín despreciativo de esos que pueden llevar al suicidio a un romántico de estos días de mil ochocientos y pico. Y bueno, ¿y qué? Pues nada. Aquí acaba Nietzsche y mi reflexión entorno a la inteligencia de las mujeres. Quedan ustedes en absoluta libertad de pensar lo que se les venga en gana.