“Tennessee Williams y Teny Rattigan, los dos mejores dramaturgos de la segunda mitad del siglo XX”. Son palabras de Peter O’Toole en la última entrevista que ofreció antes de morir este. Fueron tres artistas que encandilaron al público mundial, y lo siguen haciendo, en el albor de la segunda mitad del siglo XX. Los dos escritores, coetáneos. El actor, veintiún años más joven que ellos. Y su éxito lo lograron precisamente porque nunca aventaron el riesgo; así, desde muy jóvenes, sabían que podrían fracasar, pero también percibían que los hados serían leales y compasivos con ellos si luchaban y seguían sus sueños.
Hay directores y sus adláteres, editorialistas y sus acólitos, que siempre andan preguntándose si tal actor o actriz estará ajustado para un determinado papel o no, si tal escritor o escritora tendrá capacidad o no para escribir el guión de una película, las páginas de una novela o adaptar esta para una puesta en escena en el teatro, cuando lo que realmente parece que han perdido es la interpretación y lo que esta significa, la emoción y la magia del buen escritor y del buen actor de cine o de teatro. Porque, como en la vida -que no deja de ser, una representación de nuestra propia tarea y función-, el oficio de actuar es concertarse con cualquier estudio de una obra dramática.
Pero siempre volverá lo que a uno le hace estremecer, lo que nos impacta, la emoción. Esa es también la tarea y la función de los buenos actores y de los buenos escritores que saben llegar al público, al respetable. Al final tenía razón Peter O’Toole en la reputación con que distinguía a ambos dramaturgos al comienzo de estas líneas. El estadounidense Thomas Lanier Williams (Columbus, 1911-1983), al que apodaron Tennessee sus compañeros de la Universidad de Missouri por su exquisito y agradable tono de voz sureño y provenir de una familia emigrante de un estado de Mississippi, ya marcaba maneras en lo que iba a ser su oficio de escritor. Con dieciséis años, obtuvo un tercer premio por “Can a Good Wife Be a Good Sport?”, escrito desde la apreciación femenina. Después de varias obras de teatro, se estrena con extraordinario éxito -cuando tenía 33 años- “El zoo de cristal”, también llevada al celuloide dos veces; una creación en la que refleja su propia vida y la de su familia, la contradicción entre lo que queremos distinguir y lo que es, la realidad. Esa capacidad autobiográfica viene determinada por una de sus frases: “Si la escritura es honesta, no puede ir separada del hombre que la ha escrito”. Tres años más tarde, escribe su célebre “Un tranvía llamado deseo”, tema inseparable de su vida.
Con esta obra teatral -llevada al cine por Elia Kazan- y con la anterior, comenzamos a percibir y a conocer caracteres y temperamentos torturados, a través de sus personajes. Si en El zoo de cristal el medio es la familia, en Un tranvía llamado deseo Tennessee se sumerge en la vida de pareja para exponer y destapar sin concesiones una tirante y conmovedora cirugía de aflicciones y angustias, y duras realidades como moneda de cambio entre unos y otros. Quizás, con estos desapegos y alejamientos constantes en la obra a través de los tiempos y mundos personales, quiso hacer buena una frase suya: “El tiempo es la distancia más larga entre dos lugares”. Entre dos espacios, entre dos mundos personales.
Por Un tranvía… obtuvo el Premio Pulitzer de teatro, en 1948, que en el 55 repetiría con La gata sobre el tejado de zinc caliente, acaso la obra preferida del autor. El aderezo de esta historia tiene los ingredientes y cuestiones que se repiten como la misma realidad: el retroceso de los valores, el aniquilamiento de la muerte, los convencionalismos sociales, la apariencia, lo intrascendente, la avidez, la ambición y la ruindad, y la libido.
Cualquier enfrentamiento, por duro y enquistado que esté, no es insalvable si tratamos de justificarlo invocando a la auténtica y única encomienda que podemos legar a los demás, la dignidad y la ternura. Los afectos, la sensibilidad, que una sociedad cerrada y controladora reprime, Williams hace que los protagonistas los contagien al lector y al espectador, sacando a flote todas esas cosas que deseamos hacer pero no podemos -siendo proporcionada esa aptitud de verse sometida la persona al sufrimiento de ser desdichada y conformarse con ello-, sacando a la luz asimismo nuestros fracasos. No es extraño que el escritor se preguntase por qué escribía, contestándose él mismo que lo hacía por “encontrar la vida poco satisfactoria”.
Porque, a pesar de una realidad tan indecente y miserable, y sin embargo realidad, se trata de contarla con poesía para que el lector y espectador pueda verla, conmoverse y estremecerse, imagino que para ser mejores. No hay cambio de la persona o de la sociedad sin un reconocimiento de la propia identidad para hacer que esa observación e identificación curiosamente con poesía se nos aparezca y muestre más real; la fuerza de la cordura o de la serenidad que nos da el encanto de la belleza podemos verla en De repente, el último verano (1958) por hablar y manifestar una realidad -que termina en tragedia-, ya que de ello se subordina una buena salud mental y nuestros sentimientos más esenciales. “Todo buen arte es una indiscreción”, son sus palabras.
Finalmente, Dulce pájaro de juventud (1959) –en la línea de sus figuras protagonistas desoladas y desconsoladas- nos hace echar una ojeada a nuestros mejores años, nunca aprovechados al máximo, a nuestras aspiraciones de juventud, estado en que, ya mayores, su belleza la trataremos de ver en su recuerdo, como escribía el poeta inglés del Romanticismo William Wordsworth.
Ha sido una mención de tan solo seis obras suyas, es decir, la dieciseisava parte de su producción en total, pero no hay error alguno en que cualquier obra suya no nos deja igual después de haberla leído.