¿Qué hacemos con la alta cultura?

La llegada de los podemitas a algunos ayuntamientos nos pareció a muchos de los que trabajamos en el sector de la cultura, como si fuera la llegada de los bárbaros. En el Ayuntamiento de Madrid, con el gobierno de Manuela Carmena (2015-2019), recuerdo especialmente algunos ejemplos que me impactaron. Mi buen amigo José Tono Martínez era entonces todavía director del Centro Cibeles y estaba a punto de inaugurar una importante exposición internacional, con la presencia del director del Beaubourg de París, se encontró cómo desde la concejalía de cultura se despreció esta exposición y el mundo del arte contemporáneo en general como una cosa propia de pijos y burgueses. Ni la alcaldesa ni la entonces concejala de cultura se dignaron asistir a la inauguración. En el mundo del teatro ya se vio cómo de modo torticero se intervino en la gestión de las salas de Matadero, cambiando arbitrariamente los nombres de las salas Fernando Arrabal y Max Aub, con ese desprecio característico de la ignorancia.

También en Alicante pude percibir personalmente cómo la llegada de un concejal podemita se tradujo en un desprecio explícito de las actividades relacionadas con el arte contemporáneo. Lo importante —decía el entonces concejal de cultura— son los comedores sociales, no la cultura elitista reservada tan solo para burgueses pijos. Conozco algunos otros casos.

Y si esto pasaba con las artes plásticas y el teatro, no quiero ni imaginar lo que pasaría con la música (y especialmente con la llamada música culta), la danza o la ópera.

Es cierto que la llamada “alta cultura” es también altamente representativa de los gustos y de los intereses ideológicos y políticos de una clase social dominante. Pasaba con las pirámides de Egipto, representación del poder imperial de un faraón esclavista, y pasaba igualmente con el techo de la capilla Sixtina, verdadera apología del imperio del papado sobre la tierra. No es necesario hablar del lujo y la ostentación del palacio de Versalles frente a la miseria de los sans-culotte, para comprenderlo.

Sin embargo, también es cierto que mantenemos una relación contradictoria con respecto a la “alta cultura”. Al menos, los izquierdistas de la generación de la II República fueron muy sensibles a este tema, no solo a través de las Misiones pedagógicas (que llevaban el arte, el cine, el teatro y la literatura clásica por los pueblos), sino también en lo relativo a la conservación y trasmisión del patrimonio, en particular en lo concerniente a la protección de los monumentos y la conservación de las obras del Museo del Prado. Tanto Žižek como Badiou se han preguntado especialmente por este trato de la izquierda con la tradición de la alta cultura, en relación explícitamente con la ópera wagneriana y los últimos estertores del llamado “gran arte”. Pues, la ópera wagneriana no solo supone una estetización de la política particularmente prefascista, sino también el último ejemplo del llamado “gran arte”.

Sin lugar a dudas, la noción de “gran arte” tiene que ser abandonada. ¿Pero qué hacemos con sus vestigios, con sus testimonios, con sus monumentos y sus recuerdos?

Benjamin decía que todo documento de cultura es también un documento de barbarie. No hay un solo monumento que pueda salvarse. Los que no son apología del nacionalismo imperialista o de la explotación laboral (cuando no esclavista) de una mayoría de miserables, son testimonio viviente del militarismo, del racismo o del más burdo patriarcado. ¿Tendríamos que demolerlos todos? ¿Tirarlos abajo, como la Comuna de París hizo con la Columna Vendôme?

¿Qué hacemos con el gran arte? ¿Qué hacemos con el arte de las iglesias, ahora que se está perdiendo la fe y las iglesias se quedan vacías? ¿Qué hacemos con el arte de los museos? Y sobre todo, ¿qué hacemos con el arte nuevo? ¿Qué hacemos con los artistas que nos siguen proponiendo proyectos renovadores y vanguardistas?

En sus Cinco lecciones sobre el caso Wagner, Alain Badiou afirma al respecto que “nos encontramos en la víspera de una renovación del gran arte y que es en este punto en el que hay que invocar a Wagner. Mi hipótesis es que, una vez más, el gran arte puede formar parte de nuestro porvenir”.

Es necesario que, desde la izquierda —y aún más, desde la extrema izquierda— elaboremos alguna propuesta de trabajo sobre la importancia, transmisión y conservación del gran arte o, de lo contrario, cuando nos toque enfrentarnos con la gestión de lo público, nos comportaremos como los primitivos cristianos, destruyendo y arrasando todos los grandes vestigios culturales de la antigüedad pagana.

Por Miguel Cereceda

Miguel Cereceda es profesor de Estética y teoría de las artes en la Universidad Autónoma de Madrid, crítico de arte y comisario independiente de exposiciones. Ha publicado El lenguaje y el deseo, El origen de la mujer sujeto y Problemas del arte contemporáne@. Su último libro, sobre teoría de la crítica, "Parcial, apasionada, política", se publicó en la editorial Árdora, en Madrid, 2020. Ha sido profesor invitado en las universidades de Potsdam (República Federal Alemana) y UDLAP (México).