La seducción de las columnas

Es cierto que la fascinación que Domingo Sánchez Blanco siente hacia las columnas tiene también un componente fálico narcisista. El elemento viril y masculino no ha estado nunca al margen de su obra. Ello se delata tanto en su atracción por los combates de boxeo y los automóviles deportivos, como en sus distintos coqueteos con el mundo de la pornografía. Sin embargo, en el caso particular de su relación con las columnas, no es precisamente el simbolismo fálico lo que más le seduce, sino su unidad, su unicidad y su aislamiento y la posibilidad de erigirse ella sola sin —como quería Nacho Criado— “nada que soportar”. De hecho, su peculiar historia de amor con las columnas procede más bien de la figura estrafalaria y extemporánea del estilita, ese extraño personaje del cristianismo primitivo que buscaba su aislamiento del mundo subido en lo alto de un pilar.

La primera vez que apareció en su trabajo la idea de estatua sobre pedestal, vagamente asociada a la de la columna, fue en ARCO 2002, cuando presentó una gran botella con un muñeco en lo alto, que saludaba. Aunque él mismo no se ahorra improperios hacia aquella pieza desdichada (“botella infame, obra horrorosa que a todo el mundo le parecía una cagada”), no por ello dejó de considerarla como un interesante precedente de algunos de sus trabajos posteriores. «Resulta que esa obra “maldita” conecta con otras dos o tres piezas pensadas para montañas. Una se hizo para el Montgó, una montaña de Alicante que arriba tiene un balizamiento geodésico, al que se encaramó un niño, sosteniendo una piedra de granito, en la que está escrito “Matadlos a todos. Dios reconocerá a los suyos”». El niño en cuestión resultó ser el hijo de un filósofo notable.

Para Domingo, aquella obra era el origen de sus meditaciones posteriores acerca de los estilitas. Aunque la idea del estilita subido a su columna está sacada de los ascetas sirios del s. IV, que se refugiaban en éremoi y desiertos, para alcanzar la iluminación divina, y principalmente del modelo más extraño de todos ellos, San Simón el estilita, sin embargo es evidente que, para él, la fuente fundamental para el conocimiento de esta figura paradójica del cristianismo primitivo no han sido en principio ni los padres apologetas ni la patrología griega de Migné, sino más bien la célebre película de Luis Buñuel, Simón del Desierto, dedicada a este extraordinario personaje.

Fue a partir de esta fascinación por la figura del estilita, para la que Domingo Sánchez Blanco realizó su primera obra relacionada con columnas. Se trataba de la acción realizada en Salamanca, en 2004, titulada Estilita taconeador, en la que el artista se subía a lo alto de una columna, para marcarse un zapateado flamenco.

A pesar de que la acción de bailar sobre una columna no tiene en principio ninguna apariencia funeraria, no hay que desechar sin embargo el hecho de que, en otras ocasiones, en su trabajo, las ceremonias rituales del baile y de la danza han sido explícitamente utilizadas a modo de despedida o de saludo funeral (“Y bailaré sobre tu tumba”).

De hecho, la mayor parte de los intérpretes de esta acción se han centrado más bien sobre el sentido ritual y el significado de la danza de Domingo Sánchez Blanco sobre lo alto de una columna, pero apenas ninguno le ha prestado hasta ahora una atención suficiente a la propia columna. Para la acción sin embargo el artista construyó una pilastra de madera de tres metros, sobre cuyo fuste se inscribió la siguiente leyenda: “Haya firmamento en medio de las aguas que separe unas de otras”. Aquella inscripción, tomada del libro del Génesis, del pasaje en el que Dios, por medio de un mandato, separa las aguas terrestres de las celestes, le otorgaba entonces a la columna un carácter de creación absoluta, creación universal, en la que se daba a la vez, como en el Broken Obelisk de Barnett Newman, una escisión o un corte, entre el mundo terrenal y el mundo celestial. Ello le confería a aquella columna de madera un cierto carácter divino, pero también un carácter redentor, salvífico, incluso mesiánico. Y, de hecho, en algunas escenas de aquella performance podemos ver al artista cargando con su columna, como Cristo, camino del Calvario, cargando con su cruz.

El problema que se planteaba inmediatamente era el de qué hacer después. Domingo Sánchez Blanco no es en absoluto un artista redentor, que quiera asumir sobre sí mismo, como chivo expiatorio, los males del mundo para salvarnos. Si por tanto no era el artista el que debía morir o sacrificarse por nosotros, era necesario sin embargo darle alguna salida a aquel símbolo enorme de la creación que en su ampulosidad, se había vuelto insoportable. El soporte mismo, por tanto, la columna, ya no se podía soportar. Lo natural entonces para deshacerse de ella hubiera sido enterrar la propia columna, con todos los honores, como posteriormente haría con muchas obras de arte, en el Museo Mausoleo de Morille. Pero ello tal vez hubiera supuesto, en la historia del arte, la reiteración de un gesto ya realizado, primero por Walter de Maria, y después por Jochen Gerz. Por eso es por lo que Sánchez Blanco decidió, de modo sorprendente, arrojarla al mar.

¿Por qué al mar? ¿Trataba con ello de poner fin al acto de la creación divina, suprimiendo la escisión entre las aguas celestes y las terrestres, al devolver al mar el mandato que las separaba? ¿Trataba de deshacerse de algún modo de la idea misma de la creación? ¿Trataba tal vez de deshacerse del monumento y de la idea conmemorativa del mismo? Sea como fuere, lo cierto es que la columna fue arrojada al mar, en la desembocadura del Tajo en Lisboa, en el año 2005.

Ese mismo año sin embargo empezó Domingo Sánchez Blanco un proyecto de arte público, para la ciudad de Alcobendas, al norte de Madrid, en el que se recuperaba la columna como monumento, en un nuevo homenaje a la película Simón del desierto de Luis Buñuel. Para la ocasión, realizó el artista dos grandes columnas de granito, de estilo indefinido y fuste acanalado, que reproducían exactamente la forma y las dimensiones de la columna utilizada por Buñuel en la película Simón del desierto. Una de las columnas alcanzaba los nueve metros de altura, y otra más bajita, a la que se adosó un tobogán infantil, alcanzaba tan sólo los tres metros.

A pesar de que el artista deseaba escribir en el tobogán sobre la pequeña columna un jocoso diálogo, extraído de la película, en el que se disputaba sobre la anástasis y la apocatástasis, y al final se terminaban dando confusos vivas y mueras al propio Jesucristo, el miedo a la reacción, por parte de los responsables de la intervención, y la censura del propio ayuntamiento de Alcobendas, obligaron al artista a cambiar la frase por otra menos comprometida, en la que se afirmaba: “Con el permiso de vuestra reverencia, renuncio. La altura me produce un vértigo horrible”.

Era evidente entonces que si el obelisco o, mejor dicho, la columna exenta, había sido resucitada en su trabajo, era tan sólo con una intención paródica o incluso de divertimento, como una especie de juego infantil. La instalación de Alcobendas estuvo lista el año 2006.

La siguiente columna, o el penúltimo de los pilares erigidos por Domingo Sánchez Blanco suponía sin embargo una verdadera anástasis o resurrección del mismo. Si las autoridades de Alcobendas no habían permitido la inscripción con la disputa teológica acerca de la resurrección, tal vez las autoridades de Morille, en la provincia de Salamanca, sí que habían de permitirla, si ésta se ubicaba en un contexto adecuado, tradicional y convenientemente funerario. Por eso en Morille se produjo milagrosamente lo que podríamos denominar la resurrección del obelisco, vinculándolo justamente a una de sus mejores tradiciones: la conmemorativo-funeraria.

Como una especie de homenaje a los motoristas fallecidos en accidente de carretera, pero a la vez como protesta contra el peligro evidente que suponen los llamados quitamiedos, al borde de las carreteras, para la vida de los motoristas, Domingo Sánchez Blanco erigió, junto con un nutrido grupo de moteros, un monolito construido a base de quitamiedos y guardabarreras, dedicado a los motoristas muertos. En lo alto del monumento se colocaron unas botas de motociclista. Su inauguración se hizo el tres de septiembre de 2016 y se tituló “La verdad está a sus pies”. Al acto de la erección acudieron más de un centenar de motoristas, que llegaron a Morille a bordo de sus motocicletas, a protestar contra las peligrosas vallas quitamiedos y a rendir un homenaje a sus compañeros muertos.

Por eso, cuando en 2019 presentamos en Segovia la exposición “Reconsiderando el monumento”, tuve desde el principio muy claro que quería contar con la participación de este extraordinario artista. Al respecto Sánchez Blanco volvió a proponer, para la exposición que organizamos en el Palacio Quintanar, una nueva columna, hecha a base de quitamiedos de carretera. Pero esta vez colocó, en lo alto de su capitel, un par de zapatos rojos de charol. Se trataba en este caso de un homenaje al artista conquense, Julián Pacheco (Cuenca, 1937 – Cuenca, 2000), interesante personaje de espíritu libertario que, en los años sesenta, se marchó primero a Barcelona y luego a París, huyendo del franquismo, y allí se hizo amigo de artistas e intelectuales como Fernando Arrabal, Eduardo Arroyo o Paco Ibáñez. En cierta ocasión Pacheco se gastó el dinero, reunido por sus compañeros para una causa política, en unos zapatos rojos de charol. A Sánchez Blanco ese gesto estrafalario y gamberro le parece una de las características más atractivas del artista en general: su capacidad de hacer cosas extraordinarias en medio de un mundo ordinario. Pues de hecho lo considera como una especie de nuevo estilita: un personaje que, a pesar de su apartamiento del mundo, convoca a su alrededor una energía inquietante y seductora. Lo mismo que los viejos estilitas, aislados del mundo en su columna, convocaban sin embargo multitudes, del mismo modo los artistas contemporáneos convocan multitud de seguidores incluso cuando quieren apartarse del curso del mundo. Por eso este monumento se titula: “El nuevo fundador de las columnas de los estilitas”. La primera vez se erigió frente a la puerta principal del Palacio Quintanar de Segovia, durante el tiempo que duró la exposición, en un jardín contiguo al edificio de la Diputación provincial.

 

Cuando terminó la exposición, tanto Domingo Sánchez Blanco como yo mismo decidimos que, una vez levantado el monumento a Julián Pacheco, éste no tendría que ser desmontado, junto a las otras obras, sino que tendría que encontrar su lugar. Para nosotros, la solución más natural era la de hacer una donación del mismo al Ayuntamiento de Cuenca, para poder conmemorar también a este artista en su ciudad natal. Estuvimos hablando al respecto con el alcalde, con el concejal de cultura y con algunas de las fuerzas vivas de la ciudad, pero nuestros esfuerzos e iniciativas al respecto parecieron caer en saco roto. Nadie nos hizo caso y luego ya llegó la pandemia. Y todo se paró.

Domingo sin embargo no quiso resignarse a que aquella columna quedase abandonada miserablemente en un almacén segoviano, entre sacos de cemento, ladrillos y otros materiales de construcción. Y trató de buscarle una salida posible: un lugar en el que, al modo de los viejos estilitas, su columna siguiese conmemorando la figura de aquel artista maldito y olvidado, aunque fuese en un lugar remoto, un nuevo éremos, separado del mundo. Elegir para ello, en vez de un entorno urbano, un paisaje natural era también la solución más adecuada. Pues el carácter conmemorativo de los monumentos encuentra su pleno sentido en las plazas, en las calles o en los parques de las ciudades, donde la gente se tropieza con ellos y así encuentra la ocasión de recordar o de convocar al personaje allí conmemorado. Pero, en medio del campo, en lo alto de un monte, el sentido conmemorativo de un monumento se vuelve extraño e inquietante. Pero también es cierto que, en medio del campo, el sentido ascético y de apartamiento del mundo, característico de los viejos estilitas se vuelve así más evidente. De modo que, si alguien acude a aquel lugar, lo hará en esta ocasión convocado por la fama eremítica del nuevo monumento.

Gracias a la iniciativa de Carlos de Gredos se abrió en 2010 un Centro de Arte y Naturaleza, en el llamado Cerro Gallinero, en Ávila. Es en lo alto de este cerro donde Carlos y Domingo acordaron volver a erigir la columna dedicada a Julián Pacheco. Para subirla hasta lo alto era necesario por tanto algún gesto dramático y heroico. La columna debería llegar allí o bien desde lo alto —tal como dicen que llegó el Pilar de Zaragoza— o, por el contrario, brotar desde lo más profundo de la tierra. Domingo estuvo acariciando la posibilidad de hacer llegar la columna allí con un helicóptero, tal como viajaba la imagen del Sagrado Corazón sobre la ciudad de Roma, en La dolce vita de Fellini. Pero las complicaciones técnicas le obligaron a preferir la segunda opción, haciendo que, por así decir, la columna misma brotase de la tierra. Por ello se decidió que la obra fuese llevada hasta lo alto por una yunta de bueyes,

conmemorando con ese gesto arcaico el esfuerzo y el trabajo de la tierra, desarrollado por hombres y animales a lo largo de milenios. Como en el mito del auriga de Platón, la yunta que se preparó para el trabajo estaba compuesta por una vaca negra, desobediente y caprichosa, y por una vaca parda, noble y disciplinada y, por supuesto, por un vaquero, verdadero auriga, conocedor de los animales, que las guiaba con su cayado. Imagen ascensional del alma tripartita. El trayecto fue realmente duro, porque a ratos la pendiente se vuelve pedregosa y obstinada. Aunque la columna no era excesivamente pesada, su forma y su longitud, de casi cinco metros, resultaba molesta e incómoda para la carga. Por eso hubo varias ocasiones en las que tuvimos literalmente que tirar del carro. En realidad, fue más bien empujar y tirar de los radios de las enormes ruedas, para que los animales pudieran ascender. Pues como dice Platón: «los carros de los dioses, con el suave balanceo de sus firmes riendas, avanzan fácilmente, pero a los otros les cuesta trabajo. Porque el caballo entreverado de maldad gravita y tira hacia la tierra, forzando al auriga que no lo haya domesticado con esmero» (Fedro 247 b). Así, desde la tierra, finalmente llegamos a lo alto del cerro, culminando el rito ascensional. Se atornillaron los zapatos de charol rojo encima del capitel, se puso en pie la columna y se fijó, a su vez, sobre su pedestal. De este modo el proyecto expositivo inicial “Reconsiderando el monumento” terminó poniendo en pie un verdadero monumento.

Miguel Cereceda

Cerro Gallinero, Ávila, 11 de junio de 2021

 

Por Miguel Cereceda

Miguel Cereceda es profesor de Estética y teoría de las artes en la Universidad Autónoma de Madrid, crítico de arte y comisario independiente de exposiciones. Ha publicado El lenguaje y el deseo, El origen de la mujer sujeto y Problemas del arte contemporáne@. Su último libro, sobre teoría de la crítica, "Parcial, apasionada, política", se publicó en la editorial Árdora, en Madrid, 2020. Ha sido profesor invitado en las universidades de Potsdam (República Federal Alemana) y UDLAP (México).